VOLUNTAD POPULAR, VOLUNTAD PARTIDISTA

pleno1-680x365Nuestro sistema constitucional se asienta sobre las bases del modelo parlamentario, lo cual significa que el pueblo sólo elige a los órganos colegiados que le representan (los Parlamentos o los plenos de los Ayuntamientos), pero no a otros cargos públicos unipersonales, como son los Presidentes de los Gobiernos (sea el estatal o los autonómicos) y los alcaldes, que sólo son designados por los anteriores. Según esta teoría, los máximos mandatarios de los diversos ejecutivos y de las corporaciones municipales ocupan su puesto en la medida en que cuenten con el respaldo y el apoyo de los miembros de las Asambleas legislativas o de la mayoría de los concejales.

Esta manera de ejercer la política ha funcionado con relativa fortuna a lo largo de los siglos en muchos países. La forma de elección de cargos y el funcionamiento habitual de las instituciones tienen su lógica cuando las mayorías formadas para elegir a los dirigentes son construidas sobre una correlación clara entre la voluntad popular y voluntad partidista. En ocasiones, resulta muy sencillo interpretar los deseos del electorado. Por lo tanto, determinadas alianzas derivadas de las evidentes similitudes ideológicas y programáticas de los partidos deben aceptarse como normales en la marcha de un sistema parlamentario. Si la fuerza más votada no obtiene la mayoría absoluta, no tiene por qué gobernar, siempre y cuando otros grupos se unan para conformar una sólida mayoría superior a la suya. Así se ha ideado, así funciona y así debe aceptarse con normalidad. 

Distinto es, sin embargo, tener que asumir esa vía alternativa de gobernabilidad cuando los acuerdos llevados a cabo resultan claramente “contra natura” y cuando, para arrinconar a la candidatura más votada, se alían hasta cuatro o cinco siglas de muy diferente condición, porque en ese caso el procedimiento chirría. Pretender que los votantes entiendan que esos representantes a quienes acaban de elegir pacten con otros, no por proximidad de pensamiento ni por semejanza de posturas, sino simple y llanamente por privar de su cargo a quien les ha ganado en buena lid, es harto complicado. Porque cualquier ciudadano con criterio sabe que se trata de una distorsión del sistema que, no sólo roza, sino que, a veces, traspasa el límite de lo éticamente correcto. El hecho de que sea una opción legal y escrupulosa con la aritmética parlamentaria no evita que se traduzca en un enorme fraude a las auténticas pretensiones de la ciudadanía.

Entre los dieciocho Parlamentos existentes en nuestro país (uno estatal y diecisiete autonómicos) y los más de ocho mil municipios repartidos por toda España, se han llegado a dar ejemplos de acuerdos grotescos y de uniones sorprendentes que han adulterado enteramente la voluntad popular. Ya no es sólo que el candidato más votado no gobierne (una posibilidad, en principio, aceptable) sino que puede hacerse con la alcaldía el aspirante menos votado, agraciado con dicho puesto -como si de una lotería si tratase- gracias al reparto sin pudor de los correspondientes “cromos”, por mor de algunas alianzas forzadas. Existen, pues, casos sangrantes y llamativos en los que los partidos han prescindido por completo de los deseos de la ciudadanía.

Pero el riesgo se acentúa cuando tales casos dejan de ser aislados y se generalizan, porque lo procedente entonces es debatir sobre el cambio de modelo. El sistema parlamentario sólo es bueno si funciona bien, y actualmente, con una fragmentación mayor del voto y un incremento de formaciones con presencia en los Parlamentos y en los ayuntamientos, el peligro de pactos estrambóticos y surrealistas aumenta. Ante esta realidad, por lo tanto, se impone una reflexión seria sobre si el progresivo distanciamiento entre los deseos de los elegidos y los de sus electores es el camino correcto.

Existen otras fórmulas, como la doble vuelta o la elección directa de presidentes y alcaldes, por citar algunas. Sí, sería un cambio radical, pero probablemente beneficioso. Sí, sería una modificación histórica, pero probablemente necesaria. Sí, sería un vuelco a años de tradición, pero probablemente ineludible. Todo, con tal de reducir esa enorme brecha abierta las ansias de poder de los políticos y el anhelo que les han manifestado sus votantes.

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