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Puestos de libre designación política y Estado Constitucional

Durante las últimas semanas han sido noticia algunos ceses en determinados puestos estratégicos que se han acordado desde el Gobierno de la Nación. Ello nos obliga a reflexionar sobre los denominados cargos de “libre designación”, los cuales conllevan, de forma también discrecional, el apartamiento de sus ocupantes por parte de la misma persona que los nombró o mantuvo. Esta doble imposición “a dedo” por parte del político de turno no combina nada bien con principios y mandatos constitucionales que, como regla general, imponen la objetividad en el servicio a los intereses generales dentro de las Administraciones Públicas, así como el acceso a las mismas por las vías de mérito, capacidad e igualdad. Dicho de otro modo, en nuestro sistema conviven unos accesos a través de procesos selectivos que acreditan la aptitud que fundamenta un nombramiento y otros en los que la explicación se halla en la afinidad ideológica, la confianza o la amistad con el gobernante.

Bien es cierto que, sin que ello repugne a los valores y mandatos constitucionales, basta con la mera liberalidad del mandatario para ocupar determinados puestos (la designación de un Ministro por el Presidente, por ejemplo, o la de personas muy cercanas al ámbito de gestión política de un concreto cargo). Otra cuestión, muy distinta de la que intento reflexionar en estas líneas, es constatar hasta qué punto se han multiplicado en los últimos años esas vacantes creadas para el asesoramiento personal de los políticos y que suponen rodearse de un grupo de meros afines. A mi juicio, dichos perfiles deberían constituir una restrictiva excepción, pese a que en la práctica proliferan cada vez más estas designaciones para la configuración de un equipo de miembros fieles, leales y devotos. No obstante, quiero centrarme únicamente en aquellos destinos de indudable función técnica y profesional directamente vinculados al atendimiento del interés general y al desempeño de funciones y potestades públicas con objetividad, eficacia y eficiencia, valores que no siempre van de la mano con los intereses del partido que ejerce la labor de Gobierno o del concreto puesto político.

Nuestros tribunales han tratado de poner límite a estos nombramientos y ceses dentro de la Administración carentes de motivación y basados en el capricho de cubrir unos espacios de “libre designación” desde los que, en realidad, se desarrollan funciones públicas. En mi opinión, el criterio que debe servir como guía se halla en la sentencia del Tribunal Supremo de 19 de septiembre de 2019, dictada por su Sala Tercera que, además de para el concreto caso que contempla, considero que debería usarse para poner coto a una arbitrariedad política que, disfrazada de discrecionalidad, pretende que no sólo un equipo de Gobierno, sino toda la Administración, comulguen con una estrategia de partido.

Dicha sentencia del TS manifiesta que ha de darse por derogada la vieja doctrina que no exigía motivación expresa para los citados nombramientos, puesto que será tal motivación la que garantice el respeto a los principios de igualdad, mérito y capacidad, y al mandato de interdicción de la arbitrariedad de los Poderes Públicos. Añade, además, que no bastará con una motivación sucinta o exigua, sino que en la resolución se deberán indicar las razones por las que se elige o se cesa. El supuesto de hecho que originó este fallo judicial hacía referencia a un funcionario que, tras ocupar durante quince años un puesto de trabajo al que había accedido por el procedimiento de libre designación (Jefe de Área en el Consejo de Seguridad Nuclear) fue cesado sin que en la resolución se indicase justificación alguna.

Es entendible y hasta deseable que determinados ámbitos denoten una ideología o estrategia determinadas en virtud de los resultados electorales y de los Gobiernos que resulten de las posteriores alianzas parlamentarias. Sin embargo, dichos ámbitos no pueden ni deben alcanzar puestos de las Administraciones Públicas en los que, conforme al artículo 103 de la Constitución vigente, se ordena que éstas sirvan “con objetividad” a los “intereses generales”, actuando “de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho”, y en donde también existe un apartado expresamente dedicado a “las garantías para la imparcialidad” en el ejercicio de esas funciones administrativas. Si consentimos que el interés partidista controle también esa parte de la Administración, estaremos colaborando a dinamitar uno de los pilares de nuestro modelo constitucional, alterando el orden de preferencia del interés colectivo y general sobre el gubernamental que, insisto, no siempre coinciden.

El eterno problema de la elección del Consejo General del Poder Judicial

El pasado 13 de noviembre se publicó un nuevo informe del Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO) referido a España. Este organismo del Consejo de Europa tiene como objetivo mejorar la capacidad de sus miembros para combatir la corrupción, ayudando a los Estados a identificar deficiencias en las políticas nacionales contra esa lacra y mejorar la calidad del Estado de Derecho, todo ello mediante la recomendación de reformas legislativas e institucionales y la implantación de prácticas que se consideren necesarias. Con anterioridad, otros informes dedicados a nuestro país ya habían puesto en evidencia algunas carencias de nuestro ordenamiento jurídico que se han ido solventando. De hecho, en el publicado hace unos días se reconocen algunos “esfuerzos” tendentes a reforzar la democracia interna y la transparencia. No obstante, pese a dichos avances, continúa la parálisis y el estancamiento referidos a la politización del órgano de gobierno del Poder Judicial (el Consejo General del Poder Judicial), una realidad que queda perfectamente marcada y subrayada.

Desde 1999, año en el que se constituyó formalmente este órgano del Consejo de Europa, se ha recomendado a España cambiar el sistema de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial, cuyos veinte vocales son designados exclusivamente por el Congreso de los Diputados y por el Senado, remarcando así la apariencia de politización de un órgano que, por sus funciones y su ubicación dentro del Tercer Poder, debe proyectar una exquisita imagen de independencia e imparcialidad respecto de los actores políticos que residen en las Cortes Generales y en el Gobierno. Durante dos décadas se ha insistido desde Europa en la importancia de dicha reforma, advertencia también avalada por buena parte de las asociaciones judiciales y de la doctrina académica. Pero España no ha atendido las peticiones de reforma, perpetuando innecesariamente la imagen de vinculación entre la institución de control y gobierno de los jueces con la clase política y sus dirigentes, y llegando a afectar incluso al modo de designación de determinados puestos de los tribunales de mayor jerarquía.

El informe es contundente. Para vergüenza de nuestros responsables políticos, se nos vuelve a instar a tomar medidas tendentes a evitar la percepción que aún mantiene la ciudadanía española de que la justicia en España está politizada. El Grupo de Estados contra la Corrupción lamenta que la labor llevada a cabo por la Subcomisión de Justicia en el Congreso en relación con la cuestión de la composición del C.G.P.J. haya fracasado, echando en cara la pérdida de una nueva oportunidad para subsanar un vicio que afecta a las características más elementales que todo Poder Judicial en un Estado Social y Democrático de Derecho debe poseer.

Si bien en ningún momento se pone en tela de juicio la independencia de los jueces, el informe sí constata que las estructuras de gobierno del Poder Judicial no se perciben como imparciales e independientes, existiendo “un impacto inmediato y negativo en la prevención de la corrupción y en la confianza del público en la equidad y eficacia del sistema jurídico del país”. Por ello, se vuelve a insistir en la necesidad de que las autoridades políticas españolas “no deben participar en ningún momento en el proceso de selección del turno judicial”, así como en la enmienda del sistema de designación de los vocales del Consejo General del Poder Judicial.

Pero la clase política española continúa haciendo oídos sordos. Los dirigentes de las principales formaciones ignoran las recomendaciones y obvian el problema con negligencia y frivolidad. Es más, tras los resultados de las últimas elecciones generales, los dos partidos mayoritarios contaban los escaños para ver si entre ambos alcanzaban los 210 diputados necesarios en el Congreso para la designación, tanto de los Magistrados del Tribunal Constitucional como del Consejo General del Poder Judicial. Ante el fracaso de ese objetivo en la Cámara Baja (entre los dos suman 209 asientos) y el “logro” en el Senado (donde sí sobrepasan con holgura los tres quintos de sus miembros), la noticia difundida entre los medios es que PSOE, PP, Unidas Podemos y PNV pactarán entre ellos la renovación del C.G.P.J., con la única intención de excluir a Vox del reparto de la codiciada “tarta”.

Es evidente que nuestros dirigentes, o no han entendido el problema o, peor aún, se empeñan en no entenderlo. Pese a las voces críticas tanto académicas como profesionales, pese a las recomendaciones de los organismos internacionales y pese al más elemental sentido común que aspira a garantizar una separación de poderes seria, efectiva y garantista, seguimos viendo a los partidos políticos jugar al reparto de cromos y asientos con puestos que deberían estarles vedados. Pasarán los años y se publicarán más informes del grupo GRECO. Sin embargo, ellos continuarán sacándonos los colores en relación a este tema, perpetuando así un problema de fácil solución en teoría, pero de imposible remedio en la práctica, por culpa de su tendencia a acaparar, controlar y fagocitar todos y cada uno de los ámbitos de poder.

Teorías y realidades sobre los nombramientos de cargos públicos

Hace algunas semanas se publicó la noticia de que el Presidente del Gobierno en funciones, cargo que presumiblemente repetirá en esta nueva legislatura, había llevado a cabo una primera elección. Pedro Sánchez había decidido que el Secretario del P.S.C., Miquel Iceta, se convirtiera en el nuevo Presidente del Senado. Como era previsible, tal elección suscitó aplausos entre sus adeptos y abucheos entre sus adversarios. El nombramiento fue calificado por unos de acertado y simbólico (dada la figura del elegido), así como de constituir un mensaje dirigido hacia los sectores nacionalistas. Sin embargo, la opción presidencial se catalogó por otros de notable despropósito y grave amenaza. Personalmente, y con independencia de mi percepción del perfil de Iceta como apto o no para tan relevante puesto, me llamaron la atención dos datos que pasaron inadvertidos en un primer momento, pero que demuestran hasta qué punto nuestro sistema democrático está siendo distorsionado. El primero, que el Presidente del Senado debe ser elegido por los miembros de la Cámara Alta de entre uno de ellos. El segundo, que el señor Iceta ni siquiera es senador.

Efectivamente, el artículo séptimo del Reglamento del Senado establece que serán los senadores quienes mediante votación escribirán un nombre en una papeleta, resultando elegido aquel que obtenga el voto favorable de la mayoría absoluta de los miembros de la Cámara acreditados hasta el momento ante la misma. Si no logra la mayoría absoluta, se procederá a efectuar una nueva votación entre aquellos senadores que hayan empatado en mayor número de votos o, en su defecto, entre quienes hayan obtenido las dos cantidades superiores. Será en esta segunda votación donde el más votado resultará ya elegido. Por lo tanto, la decisión de Sánchez implica que los senadores no podrán escoger libremente a quién consideren de entre ellos el mejor para ostentar el cargo, sino que se limitarán a obedecer la orden proveniente del Ejecutivo, desnaturalizándose no sólo la separación de poderes proclamada con contundencia en nuestra Constitución sino, además, distorsionándose la propia autonomía del Parlamento catalán, que también debería al parecer someterse al dictado del Presidente. Porque el hecho cierto es que Iceta no se presentó al Senado en las pasadas elecciones de modo que, para adquirir la condición de senador, deberá ser designado como tal por la Asamblea Legislativa Autonómica.

Así las cosas, ¿no sería lo deseable para nuestro sistema parlamentario que los encargados de elegir elijan? De la misma forma que criticaría que desde el Parlamento se anunciase qué ministros ha de escoger el Presidente del Gobierno para conformar su equipo, critico que el Jefe del Ejecutivo se dedique a anunciar desde Moncloa nombramientos como los de Presidente del Senado o del Tribunal Supremo, desatando como sucedió hace unos meses una avalancha de protestas ante la quiebra de la independencia del Poder Judicial.

El panorama que dibuja esta propuesta de Sánchez convierte en simples marionetas al servicio de su líder a los verdaderamente responsables de tomar la decisión. No parece probable (aunque nunca se sabe) que los senadores en Madrid ni los miembros del Parlament vayan a contradecir los deseos del Presidente, transformando así en papel mojado las normas que regulan la designación de, en este caso, la cuarta autoridad del Estado. Pese a que en nuestro vigente texto constitucional se proclama con contundencia que los diputados y los senadores no están sometidos a mandato imperativo, lo cierto es que se ha extendido una práctica consistente en que los ocupantes de dichos escaños muten en dóciles cumplidores de las órdenes de su jefe de filas.

Finalmente el Parlamento catalán rechazó su designación como senador y, por lo tanto, frustró que Iceta pueda presidir el Senado, aunque no lo hizo por las razones aquí expuestas, sino por otras motivaciones políticas. Si de verdad creemos en la separación de poderes, si de verdad aspiramos a contar con un Parlamento independiente del Gobierno y si de verdad defendemos un sistema en el que la asamblea representativa popular controle al Ejecutivo y no al revés, no podemos aceptar esta deriva de sumisión institucional. Cuando hace algunos meses se anunció por parte de Gobierno la designación de Manuel Marchena como Presidente de Consejo General del Poder Judicial -antes incluso de que se procediese a designar a los veinte vocales del Consejo que debían escogerle y nombrarle-, se originó un escándalo mayúsculo que terminó con la renuncia al cargo del propio Magistrado como consecuencia de las nefastas formas empleadas para su nombramiento. A mi juicio, Miquel Iceta debería haber actuado de la misma manera que Manuel Marchena, negándose a tomar parte en la distorsión de nuestro modelo parlamentario, para de ese modo devolver al Senado lo que al Senado pertenece.

 

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