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Teorías y realidades sobre los nombramientos de cargos públicos

Hace algunas semanas se publicó la noticia de que el Presidente del Gobierno en funciones, cargo que presumiblemente repetirá en esta nueva legislatura, había llevado a cabo una primera elección. Pedro Sánchez había decidido que el Secretario del P.S.C., Miquel Iceta, se convirtiera en el nuevo Presidente del Senado. Como era previsible, tal elección suscitó aplausos entre sus adeptos y abucheos entre sus adversarios. El nombramiento fue calificado por unos de acertado y simbólico (dada la figura del elegido), así como de constituir un mensaje dirigido hacia los sectores nacionalistas. Sin embargo, la opción presidencial se catalogó por otros de notable despropósito y grave amenaza. Personalmente, y con independencia de mi percepción del perfil de Iceta como apto o no para tan relevante puesto, me llamaron la atención dos datos que pasaron inadvertidos en un primer momento, pero que demuestran hasta qué punto nuestro sistema democrático está siendo distorsionado. El primero, que el Presidente del Senado debe ser elegido por los miembros de la Cámara Alta de entre uno de ellos. El segundo, que el señor Iceta ni siquiera es senador.

Efectivamente, el artículo séptimo del Reglamento del Senado establece que serán los senadores quienes mediante votación escribirán un nombre en una papeleta, resultando elegido aquel que obtenga el voto favorable de la mayoría absoluta de los miembros de la Cámara acreditados hasta el momento ante la misma. Si no logra la mayoría absoluta, se procederá a efectuar una nueva votación entre aquellos senadores que hayan empatado en mayor número de votos o, en su defecto, entre quienes hayan obtenido las dos cantidades superiores. Será en esta segunda votación donde el más votado resultará ya elegido. Por lo tanto, la decisión de Sánchez implica que los senadores no podrán escoger libremente a quién consideren de entre ellos el mejor para ostentar el cargo, sino que se limitarán a obedecer la orden proveniente del Ejecutivo, desnaturalizándose no sólo la separación de poderes proclamada con contundencia en nuestra Constitución sino, además, distorsionándose la propia autonomía del Parlamento catalán, que también debería al parecer someterse al dictado del Presidente. Porque el hecho cierto es que Iceta no se presentó al Senado en las pasadas elecciones de modo que, para adquirir la condición de senador, deberá ser designado como tal por la Asamblea Legislativa Autonómica.

Así las cosas, ¿no sería lo deseable para nuestro sistema parlamentario que los encargados de elegir elijan? De la misma forma que criticaría que desde el Parlamento se anunciase qué ministros ha de escoger el Presidente del Gobierno para conformar su equipo, critico que el Jefe del Ejecutivo se dedique a anunciar desde Moncloa nombramientos como los de Presidente del Senado o del Tribunal Supremo, desatando como sucedió hace unos meses una avalancha de protestas ante la quiebra de la independencia del Poder Judicial.

El panorama que dibuja esta propuesta de Sánchez convierte en simples marionetas al servicio de su líder a los verdaderamente responsables de tomar la decisión. No parece probable (aunque nunca se sabe) que los senadores en Madrid ni los miembros del Parlament vayan a contradecir los deseos del Presidente, transformando así en papel mojado las normas que regulan la designación de, en este caso, la cuarta autoridad del Estado. Pese a que en nuestro vigente texto constitucional se proclama con contundencia que los diputados y los senadores no están sometidos a mandato imperativo, lo cierto es que se ha extendido una práctica consistente en que los ocupantes de dichos escaños muten en dóciles cumplidores de las órdenes de su jefe de filas.

Finalmente el Parlamento catalán rechazó su designación como senador y, por lo tanto, frustró que Iceta pueda presidir el Senado, aunque no lo hizo por las razones aquí expuestas, sino por otras motivaciones políticas. Si de verdad creemos en la separación de poderes, si de verdad aspiramos a contar con un Parlamento independiente del Gobierno y si de verdad defendemos un sistema en el que la asamblea representativa popular controle al Ejecutivo y no al revés, no podemos aceptar esta deriva de sumisión institucional. Cuando hace algunos meses se anunció por parte de Gobierno la designación de Manuel Marchena como Presidente de Consejo General del Poder Judicial -antes incluso de que se procediese a designar a los veinte vocales del Consejo que debían escogerle y nombrarle-, se originó un escándalo mayúsculo que terminó con la renuncia al cargo del propio Magistrado como consecuencia de las nefastas formas empleadas para su nombramiento. A mi juicio, Miquel Iceta debería haber actuado de la misma manera que Manuel Marchena, negándose a tomar parte en la distorsión de nuestro modelo parlamentario, para de ese modo devolver al Senado lo que al Senado pertenece.

 

Retos constitucionales para el nuevo Gobierno (o el que venga después)

Como consecuencia del cambio de Gobierno, en estas vertiginosas semanas se han derribado algunos mitos constitucionales y se han apuntalado otros. Por vez primera ha prosperado una moción de censura al Ejecutivo estatal y se ha construido un Consejo de Ministros sobre un grupo parlamentario minoritario en el Congreso. No obstante, estas novedades no son tales en el ámbito de las Comunidades Autónomas, donde sí existen antecedentes similares. Por ejemplo, Gerardo Fernández Albor, primer Presidente elegido tras la aprobación del Estatuto de Autonomía de Galicia, fue relevado de su cargo en 1987 precisamente mediante el mecanismo de la moción de censura. Lo mismo ha ocurrido en La Rioja, Cantabria, Aragón o Canarias. Nuestro archipiélago, además, presenta  desde hace legislaturas otra originalidad que afecta ahora a las instituciones centrales, con varios Presidentes del Gobierno provenientes de partidos perdedores de las elecciones o minoritarios en el Parlamento.

Lo cierto es que, ya sea por la precipitación de los recientes sucesos, ya sea por la ausencia de precedentes estatales, la salida de Mariano Rajoy y el desembarco de Pedro Sánchez en el Palacio de la Moncloa han generado una serie de reacciones que invitan a una reflexión pausada, razonada, alejada de pasiones ideológicas y de estrategias partidistas poco meditadas, sobre nuestro modelo de convivencia. Reflejando más odio que rivalidad y más enemistad que disparidad, el fantasma de “las dos Españas” planea sobre nuestras cabezas. Pero conviene recordar la existencia de valores, principios y reglas defendidos por (casi) todos y que son lo suficientemente importantes como para evidenciar ese mínimo común denominador dentro de las opciones políticas que tratan de presentarse ante el electorado como enemigas irreconciliables.

Las declaraciones incendiarias, los discursos hirientes y los tweets burlones ponen de manifiesto las brechas y el rencor acumulado en el tiempo pero, aun así, es preciso plantearse qué es lo que nos une. De lo contrario, somos un fracaso como Estado y como Nación. Cabe averiguar si, tanto las formaciones políticas con implantación en todo el territorio como el resto de ellas, están dispuestas a implicarse en un proyecto común. Si, en definitiva, comparten un núcleo sólido de coincidencia que les sirva de base para un entendimiento. O, planteado a la inversa, si están por la labor de traicionar o aparcar las reglas básicas y elementales de convivencia de toda la ciudadanía española con tal de afianzar sus cuotas de poder y satisfacer sus egos y sus objetivos particulares.

Se puede discutir sobre si dirigirse hacia una mayor descentralización u optar por la centralización. Incluso si se mantiene la monarquía o se da paso a una república. Parece que nos empeñamos en peleas por las banderas, los idiomas y las heridas pasadas al parecer no cicatrizadas. Pero lo que debería ser incuestionable es la defensa de nuestra esencia como Estado Social y Democrático de Derecho. Lo que es impensable es la negación de los valores superiores de libertad, justicia, igualdad y pluralismo político. Lo que es inconcebible es el incumplimiento de la obligación de respetar los derechos fundamentales y del compromiso de remover los obstáculos que impiden su efectividad para todos. Lo que es inimaginable es la tentación de eliminar la separación de poderes. ¿O no?

Todos los partidos, desde Podemos al Partido Popular, desde Ciudadanos al PSOE, han de compartir el conjunto de reglas esenciales y, en cierta medida, hasta presumen de ello en sus discursos institucionales. Sin embargo, se aprecia en algunos de sus comportamientos cierta tendencia a renegarlos con tal de conservar el poder o de acceder a él.

¿Respetan todos ellos la independencia judicial? ¿Acatan sus resoluciones? ¿Cumplen con el ordenamiento jurídico aunque defiendan su modificación? ¿Se preocupan por los derechos fundamentales de la ciudadanía? ¿Trabajan para lograr mayores cuotas de igualdad? Las respuestas deberían preocuparnos seriamente porque, si ese es el panorama en cuanto a lo que se supone que les une, cuál no será en lo que les separa abiertamente.

Así las cosas, este nuevo Gobierno (o el que venga después) debe afianzar dicho núcleo básico e imprescindible sobre la base de un necesario consenso mayoritario. De lo contrario, si se evidencia la farsa, que sea la ciudadanía la que comience a arrancar caretas con sus votos en las urnas y que demuestre que el electorado no tolera a quienes dinamitan o juegan irresponsablemente con lo más sagrado de cualquier sistema constitucional. Tal vez se trate de un cúmulo de ilusas elucubraciones, inviables en el tablero de ajedrez de la Política. Tal vez poco o nada nos una y nos adentremos en el desordenado y errático mundo del “qué hay de lo mío”, del “sálvese quien pueda” o del “tonto el último”. En todo caso, se nos deberá juzgar por nuestros actos y, por eso, al final tendremos lo que nos merecemos.

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