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Grupos parlamentarios: mercadeos y precedentes sonrojantes

Tras la constitución de las Cortes Generales y la elección de los miembros de las Mesas de Congreso y Senado, llegó el turno a la formación de los grupos parlamentarios, cuestión muy importante en el funcionamiento de la vida parlamentaria y para la que existen una serie de requisitos. En el caso de la denominada Cámara Baja, para formar grupo parlamentario es preciso obtener al menos quince diputados o, subsidiariamente, un número de escaños no inferior a cinco y como mínimo el quince por ciento de los votos correspondientes a las circunscripciones en las que hubieren presentado candidatura o el cinco por ciento de los votos emitidos en el conjunto de la Nación. Por lo que se refiere a la Cámara Alta, cada grupo parlamentario debe estará compuesto de, al menos, diez senadores.
Ya en las legislaturas anteriores se ha permitido que formaciones políticas que no cumplían dichos requisitos accedieran a un grupo parlamentario propio, evitando pasar al denominado “Grupo Mixto” (donde compartirían presupuesto, tiempo y protagonismo con otros partidos o coaliciones de muy diferente signo). Así se ha afianzado una especie de “costumbre parlamentaria” en virtud de la cual algunos partidos “prestaban” diputados o senadores a otros que no alcanzaban el número mínimo de escaños con el único propósito de fingir el cumplimiento de la condición impuesta por la normativa.
A mi juicio, semejante conducta es, antes y ahora, un manifiesto fraude de ley, entendiendo como tal una conducta aparentemente lícita pero que persigue (y finalmente consigue) eludir el cumplimiento de la ley. Son varios los ejemplos. En la V Legislatura se planteó por primera vez este problema en el Congreso de los Diputados, cuando Coalición Canaria -que sí había superado en las dos circunscripciones donde se presentaba el quince por ciento de los sufragios- no obtuvo los pertinentes cinco escaños. Para esquivar ese requisito sumó a sus cuatro diputados uno elegido por el Partido Aragonés Regionalista quien, pocos días después de haberse constituido el Grupo Parlamentario de CC, lo abandonó para integrarse en el Grupo Mixto. Nuevamente se repitió idéntica situación con Coalición Canaria en la VI Legislatura, aunque esta vez el préstamo provino de las filas de Unión del Pueblo Navarro (UPN) aportando, no uno, sino dos diputados para, inmediatamente después de formado el grupo parlamentario, abandonarlo para integrarse en el Grupo Popular. Más recientemente, en la X Legislatura, se reprodujo idéntico caso en el Grupo Parlamentario de UPyD, que había obtenido cinco diputados pero solo recibió el 4,7% de los votos, cumpliendo parcialmente con el Reglamento. En aquella ocasión fue Foro Asturias quien le cedió tanto su único diputado como su porcentaje de votos para, acto seguido, abandonar el grupo parlamentario recién creado e integrarse en el Grupo Mixto.
En estas líneas reflejo únicamente algunos ejemplos de este fenómeno que se han consolidado como precedentes, dando una apariencia de normalidad y licitud de la que a todas luces carecen. Porque, a pesar de su reiteración, se trata de meras maquinaciones para sortear unas reglas dadas por el propio Parlamento para su organización. En lugar de cambiar los requisitos estipulados en su Reglamento (que podría llevarse a cabo sin mayor dificultad) continúan afanándose en buscar fórmulas que soslayen sus propias reglas.
En la actual legislatura también se ha pretendido constituir dos grupos políticos ignorando los mandatos para su creación. Sin embargo, esta vez los letrados del Congreso no han avalado la división del Grupo Mixto, conclusión que finalmente ha sido respetada asimismo por la Mesa del Congreso. Se solicitaba permitir la formación de los denominados “Grupo Múltiple” (que integrarían Junts per Catalunya, Más País, Compromís y Bloque Nacionalista Galego) y “España Plural” (impulsado por Unión del Pueblo Navarro, Coalición Canaria, el Partido Regionalista de Cantabria y Teruel Existe). El informe de los letrados ha recordado que la diputada de CC, Ana Oramas, no se presentó en solitario a la últimas elecciones, sino en coalición con Nueva Canarias, y que dicha alianza no alcanzó en el archipiélago canario el quince por ciento de los votos. Cuestiona igualmente que UPN integre un grupo separado del de sus socios de Navarra Suma (PP y Ciudadanos). En cuanto a Junts per Cat, Más País, Compromís y BNG, ni siquiera llegan al cinco por ciento de votos exigidos. Después de la negativa, Junts per Catalunya (JxCat), Más País-Equo, Coalición Canaria, Nueva Canarias, Compromís, el Bloque Nacionalista Galego (BNG), el Partido Regionalista de Cantabria (PRC) y Teruel Existe se han registrado en el Congreso como Grupo Parlamentario Plural, sin que entre ellos exista una línea política o programática coincidente.
En mi opinión, ya es hora de que los representantes de la ciudadanía comiencen a dar ejemplo en cuanto al cumplimiento escrupuloso de las normas, tal y como se exige al resto de los ciudadanos, y no incurran en la apariencia de que el mercadeo y los atajos para saltárselas son admisibles. Porque una cosa es la interpretación flexible y finalista de las leyes y otra muy distinta obviar lo que, de forma clara y nítida, establece el ordenamiento jurídico, con el único fin de obtener unos beneficios que, con el Reglamento en la mano, no merecen.

El significado de los juramentos y las promesas en Política

El 3 de diciembre se constituyeron las nuevas Cortes Generales y, como en las últimas ocasiones, afloraron las polémicas sobre las fórmulas usadas por algunos de los diputados y senadores a la hora de jurar o prometer su acatamiento a la Constitución, requisito previo al pleno acceso al cargo público para el que han sido elegidos. Así, algunos de esos cargos electos reinventaron el enunciado inicialmente previsto para cumplir con el trámite, añadiendo menciones a los «presos políticos», la «república catalana» o «vasca», a las denominadas “Trece Rosas”, al planeta o la «España vaciada». La discusión sobre este formalismo es doble. Por un lado, en cuanto se refiere al valor de un acto como ese en relación a las consecuencias ante un posible incumplimiento del compromiso que lleva aparejado. Por otro, en lo que respecta al rigor de someter una elección democrática y popular a una condición formal de tal calibre.

Conforme al artículo 20 del Reglamento del Congreso, el diputado proclamado electo adquirirá su plena condición cuando cumpla una serie de requisitos, siendo uno de ellos “prestar en la primera sesión del Pleno a que asista la promesa o juramento de acatar la Constitución”. No es una cuestión aplicable exclusivamente a los parlamentarios. El Real Decreto 707/1979, de 5 de abril, por el que se establece la fórmula de juramento en cargos y funciones públicas, indica la misma obligación para el acceso a cualquier cargo público en las Administraciones. En el mismo sentido, el artículo 108.8 de la Ley Orgánica de Régimen Electoral General refiere que «en el momento de tomar posesión y para adquirir la plena condición de sus cargos, los candidatos electos deben jurar o prometer su acatamiento a la Constitución”.

Una vez que se realiza ese trámite y la persona ocupa con plenitud jurídica su escaño. El posible incumplimiento del juramento o promesa no conlleva una consecuencia jurídica prevista como tal en nuestro ordenamiento jurídico. No equivale al acto de juramento o promesa de decir la verdad tomado a los testigos que prestan declaración en los juicios, quienes, si se verifica que han mentido, se exponen a la apertura de un procedimiento penal por falso testimonio que acarrea penas de prisión. Si un diputado o senador incumple la Constitución a posteriori, solo será castigado si tal incumplimiento está sancionado autónomamente en alguna ley, pero no por el hecho en sí de faltar a su juramento o promesa. Nos hallamos ante un supuesto similar al de la inobservancia de una promesa electoral. Podrá ser castigado por su electorado en unas futuras elecciones, pero tomará la forma de una consecuencia política, no jurídica. En ese sentido, el acto formal de jurar o prometer la Constitución no posee relevancia alguna de cara al futuro. Consiste en un protocolo, una formalidad, una ceremonia, una solemnidad, un ritual, cuyo valor es el que cada uno quiera le otorgar a la palabra dada. Cuestión de honorabilidad, no de legalidad.

Pero, si bien dicha promesa o juramento pierde significación jurídica de cara al futuro, dicho acto formal sí conlleva unas consecuencias jurídicas claras antes de acceder al cargo, sobre todo cuando no se realiza, puesto que es un requisito previo para alcanzar en plenitud la condición de diputado o senador. Durante muchas legislaturas esta formalidad jamás generó controversia. Sin embargo, con el paso de los años, varios cargos electos comenzaron a introducir modificaciones en las fórmulas de juramento o promesa (interpretadas por algunos como un fraude al entender que esa alteración encierra el propósito de manifestar justo lo contrario de lo que se persigue, es decir, que en el fondo supone una manifestación de que no se va a acatar la Constitución), por lo que se estaría ante el incumplimiento de una obligación legal que sí acarrea una clara consecuencia legal: la no adquisición de la condición plena de diputado o senador.

En la sentencia del Tribunal Constitucional 74/1991  se consideró constitucional que se añadiese la coletilla “por imperativo legal” a la fórmula del acatamiento. El motivo también era doble. En primer lugar, porque ese añadido no suponía una negación del acatamiento, que se proclamaba acto seguido. En segundo, porque lo que se añadía era una redundancia. Es evidente que la ceremonia  tiene lugar porque así lo impone una norma con rango legal. No se trata, pues, de un acto voluntario. Es como si quienes pagamos impuestos añadimos en nuestra Declaración de la Renta que lo hacemos porque nos obliga la ley. Se trata de una manifestación, por obvia, completamente innecesaria.

Sin embargo, actualmente las variaciones que se introducen -mucho más imaginativas- ni son tan obvias ni resultan tan inocuas para la validez del acatamiento. Provienen de representantes de partidos políticos que defienden pública y hasta orgullosamente la desobediencia civil en un Estado Democrático y de Derecho, que se jactan de no reconocer la autoridad del Tribunal Constitucional y que apuestan decididamente por la modificación de la forma de Estado y de Gobierno sin seguir los procedimientos de reforma establecidos. En ese contexto, procede decidir qué hacer con los juramentos o promesas donde los “añadidos” son de tal entidad que suponen de facto una matización significativa o un quebrantamiento del respeto a nuestra Carta Magna.

Según nuestra jurisprudencia, imponer un requisito como éste no vulnera en absoluto el derecho fundamental de todo candidato al acceso y al ejercicio del cargo público, pues dicho derecho «no comprende el de participar en los asuntos públicos por medio de representantes que no acaten formalmente la Constitución» (sentencia 101/1983, de 18 de noviembre, del Tribunal Constitucional). El acto de juramento o promesa es individual y, como dice el Tribunal Supremo, no puede entenderse cumplido de manera implícita por el acceso a un cargo o a un empleo público, ni tampoco puede entenderse cumplimentado de forma tácita en otros deberes, como el de «actuar en el ejercicio de sus funciones». Evidentemente, no se trata de que los diputados y senadores renuncien ni a modificar ni a variar la Constitución. No ha de interpretarse como una adhesión ideológica al texto constitucional, ni tampoco como una conformidad plena a su contenido. Nuestra Constitución, como norma de cabecera de un Estado democrático plural, respeta las ideologías que defienden su modificación por los cauces procedimentales previstos. Dicho de otra manera, el candidato se compromete a respetar el ordenamiento jurídico, aunque pueda defender cambiarlo y su discurso difiera de las reglas vigentes en ese momento.

A mi juicio, dos son las opciones sobre las que hay que decantarse. Si, efectivamente, dotamos a ese requisito de verdadera virtualidad jurídica o, por el contrario, si lo asimilamos a una mera formalidad vacía de significado real, una suerte de florero inútil al que nadie hace caso y cuya antigüedad y tradición histórica mantienen relegado en una esquina. En todo caso, opino que la doctrina del Tribunal Constitucional de principios de los años noventa ya ha quedado desfasada ante estas nuevas realidades que urge afrontar. De todas formas, hay que diferenciar entre las formas de acatamiento de la Constitución para acceder al cargo público que son mersamente criticables o inapropiadas, de las formas que no suponen un acatamiento en puridad. Sea como fuere, muchos dirigentes pretenden convertir las Cortes en un escenario para su lucimiento polémico y para para la controversia hueca y vacía de verdadero significado. En definitiva, están transformando el Parlamento en un “reality show” cutre.

Propuestas para no tropezar de nuevo en la misma piedra

 

En España se empiezan a acumular intentos fallidos a la hora de investir a un Presidente del Gobierno. El artículo 99.5 de nuestra Carta Magna establece que “si transcurrido el plazo de dos meses a partir de la primera votación de investidura ningún candidato hubiere obtenido la confianza del Congreso, el Rey disolverá ambas Cámaras y convocará nuevas elecciones con el refrendo del Presidente del Congreso”. Dicho precepto constitucional parecía hasta hace poco tiempo una remota posibilidad teórica que nunca se llevaría a la práctica. Sin embargo, y tras cuatro convocatorias a elecciones generales en menos de cuatro años, ahora se debe aplicar con demasiada frecuencia.  Quizá porque la experiencia ayuda a incrementar el conocimiento, todo parece indicar que algunas de las normas reguladoras de este concreto asunto deberían ser reformadas. Se dice que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Por lo tanto, merece la pena intentar que no sean tres o más las colisiones producidas por la frustración de repetir unos comicios electorales ante la incapacidad para designar al jefe del Ejecutivo. Dadas las circunstancias, me atrevo a proponer algunos cambios.

1.- Sobre el cómputo de los dos meses de espera: Considero que, en su caso, debería establecerse como plazo máximo, no como lapso de tiempo que tenga que transcurrir necesariamente para desbloquear una situación a todas luces enquistada. Si la imposibilidad aritmética derivada de la composición del Congreso o la inutilidad de los líderes de los grupos para buscar consensos son patentes desde el inicio, la obligación de soportar dos meses por semejante tesitura es un castigo innecesario. Ante situaciones de bloqueo evidente, procedería acortar dicho plazo o, en su caso, también contemplar la opción de alargarlo si la complejidad de la negociación requiriese de más días para el debate y el estudio de propuestas.

2.- Sobre la reelección de los mismos representantes que han demostrado su incapacidad para alcanzar un acuerdo de gobernabilidad: En algunos foros se defiende la idea de prohibir a los mismos líderes presentarse de nuevo a la repetición electoral, como castigo por no ser capaces de poner en marcha la legislatura con normalidad. Desde un punto de vista constitucional, creo que esa propuesta es inviable. Sin embargo, sí pienso que debería otorgarse al votante la posibilidad de sancionar al concreto representante a quien reproche la paralización de las instituciones como consecuencia de su ego, de su soberbia, de su incoherencia o de su irresponsabilidad. Para ello, el voto debería desbloquearse a fin de, aun optando por la misma formación política, eludir a ese número uno al que considera causante del gravísimo panorama de parálisis institucional.

3.- Sobre la labor del Monarca: El artículo 99.1 de la Constitución Española establece que “el Rey, previa consulta con los representantes designados por los grupos políticos con representación parlamentaria y a través del Presidente del Congreso, propondrá un candidato a la Presidencia del Gobierno”. Usa el tiempo verbal del imperativo (propondrá). Sin embargo, ahora se ha querido cambiar la obligación derivada de la forma imperativa por un mero condicional, dando la impresión de que el Jefe del Estado podrá proponer o no. Asimismo,  se ha teorizado sobre si la hipotética persona elegida para someterse a la votación de investidura podría rechazar dicho encargo o estaría sometido al  deber constitucional de aceptarlo, por más que lo hiciera en contra de su voluntad. Son puntos que deben aclararse definitivamente y no dejarse a criterios interpretativos poco transparentes. ¿La decisión de no proponer a un candidato se debe a su deseo de ahorrarse el bochorno de otra nueva sesión de investidura destinada al fracaso? ¿Es realmente el criterio de evitar ese mal trago el que ha prevalecer a la hora de tomar tal decisión?

4.- La reiteración de la campaña electoral: En el año 2016 se modificó la Ley Orgánica del Régimen Electoral General para acortar de quince a ocho días la campaña electoral en el supuesto de que se aplicara el artículo 99.5 de la Carta Magna. En mi opinión, el recorte es positivo pero corto. Actualmente, el concepto de “campaña electoral” circunscrito al periodo en el que una candidatura puede pedir directamente el voto es retrógrado, absurdo y caduco. Vivimos en una permanente campaña electoral de hecho y esos ocho días resultan manifiestamente innecesarios.

Valoremos y analicemos, pues, estos cambios como forma para mejorar nuestra democracia y el funcionamiento de nuestro sistema de gobierno. Se podrán proponer otras modificaciones distintas a las que yo he planteado en estas líneas, pero el peor de los escenarios continuará siendo el de perpetuar los errores y arrastrar los desaciertos por no saber aprender de la experiencia. En definitiva, el de seguir tropezando en la misma piedra.

La calidad de la democracia: el vaso medio lleno o el vaso medio vacío

Si finalmente los españoles acudimos a las urnas el próximo mes de noviembre tras fracasar el intento de configurar un Gobierno, serán las cuartas elecciones generales en nuestro país en cuatro años. Una cifra inédita en nuestra historia democrática que está empezando a generar críticas hacia nuestro modelo representativo y a reflejar si cabe más hartazgo y desafección entre la ciudadanía y sus representantes. La tan mencionada crisis de la democracia representativa está calando ya en numerosos sectores de la sociedad española, sacando a la luz algunas grietas y humedades que padece nuestra casa común. Hay quienes tienden a ver solo la parte positiva y a transmitir un optimismo patológico, mientras que otros se afanan en ser los agoreros de un apocalipsis irreversible. Que el vaso de nuestra democracia se perciba más bien lleno o, por el contrario, parezca que se está quedando medio vacío, depende de los concretos datos o factores que se tomen como referencia.

1.- Razones para el optimismo: Si la democracia pudiera medirse y calificarse con una nota numérica, la española se encontraría entre las primeras del mundo. Al menos, así lo reflejan las conclusiones de los informes y estudios internacionales emitidos en los últimos años.

Cabe mencionar, por ejemplo, el “Rule of Law Index 2017-2018” elaborado por el “World Justice Project”. Este estudio contiene un apartado reservado a evaluar los índices de democracia. El análisis se efectúa en ciento trece Estados y tiene en cuenta principalmente siete factores: las limitaciones a los poderes gubernamentales, la ausencia de corrupción, la participación ciudadana sobre la base de la información a la población y la capacidad de ésta para influir en las políticas, los derechos fundamentales, el orden y la seguridad, la aplicación del imperio de la ley y, por último, la justicia civil y penal. Según este informe, España ocupa el puesto número 23.

Por otro lado se halla el denominado “Democracy Index” elaborado por “Economist Intelligence Unit” de “The Economist”. En este caso, mide cinco elementos de ciento sesenta y un países: el pluralismo y la calidad de los procesos electorales, la eficacia gubernamental, la participación política, la cultura política, y las libertades políticas y civiles. El índice se elabora a partir de informaciones que aportan expertos, y de resultados de encuestas a la población general. En el ránking de su edición de 2018 solo veinte países del mundo aparecen clasificados como “democracias plenas”. España ocupa el puesto número 19. Resulta llamativo que, dentro de la consideración de “democracias defectuosas”, aparezcan Estados Unidos (puesto 25), Francia (puesto 29) o Italia (puesto 33).

A tenor de estos datos, existen argumentos para estemos orgullosos, seamos optimistas e, incluso, saquemos pecho. Siempre, eso sí, que nos centremos exclusivamente en mirar la parte medio llena del vaso e ignoremos por completo el espacio vacío, obviando esas grietas por las que se pueden perder los beneficios atesorados hasta la fecha.

2.- Razones para el pesimismo: A nadie se le escapa que en este nuevo milenio los peligros a los que se enfrentan las democracias son distintos a los de antaño. Más que a invasiones y conflictos bélicos (que también) se exponen a “hackers” informáticos, a difusión de noticias falsas y a manipulaciones masivas del electorado por cauces tan novedosos como Internet y las redes sociales. No se trata de un mal augurio sin fundamento. Tanto la Unión Europea como la ONU ya han comenzado a elaborar estrategias con el ánimo de contrarrestar determinadas prácticas de desinformación para proteger sus sistemas democráticos y la correcta formación del debate público, a fin de preservar la esencia de todo sistema constitucional.

Asimismo, se torna cada vez más patente y manifiesta la desafección entre la ciudadanía y su clase dirigente. Aunque se trate de una crítica relativamente habitual, el porcentaje de electores que se sienten decepcionados con su democracia es alarmante. En las últimas encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas, los partidos políticos y sus representantes se consolidan como el segundo problema más importante para los españoles, por detrás únicamente del fenómeno del desempleo. Llama la atención que se coloque como el peor dato de toda la serie histórica, el más alto de 1985. De hecho, ante la perspectiva de una nueva repetición electoral, el número de ciudadanos que se inclinaría por la abstención o por el voto en blanco asciende considerablemente.

A todo ello cabe añadir el avance de los denominados “populismos”. La proliferación de líderes populistas que acceden al poder en Occidente a través de elecciones democráticas supone un peligroso desafío. En cualquiera de sus versiones (de izquierda o de derecha, intervencionista o desregulador, xenófobo o nacionalista) pone en riesgo los principios y valores que fundamentan nuestro modelo de convivencia.

Por último, no se puede pasar por alto la ineficacia de las propias instituciones por cuanto se refiere a los fines para los que fueron creadas, como tampoco el deficiente funcionamiento del sistema. Los Parlamentos no pueden elegir al Presidente del Gobierno. Los Gobiernos no aguantan legislaturas completas. Las instituciones de control y regulación (Tribunal de Cuentas, Banco de España, etc…) no resultan efectivos a la hora de cumplir correctamente sus cometidos. La independencia de órganos esenciales se cuestiona (por ejemplo, la del Consejo General del Poder Judicial). El modelo de los sistemas electorales desvirtúa la opinión de los ciudadanos expresada en las urnas.

En definitiva, aun reconociendo los méritos y las bondades de nuestra democracia, urge ponerse a trabajar muy en serio para mejorarla y conservarla. Vivimos en un entorno de libertades que ni ha sido un regalo (mucho se ha luchado para conseguirlo) ni es perenne por naturaleza (puede desaparecer en cualquier momento). Que no nos pase como en ese refrán que afirma que no se valoran las cosas hasta que se pierden.

La democracia como problema, la democracia como solución.

Varios síntomas revelan que la democracia, como sistema de gobierno, está atravesando por un delicado estado de salud. Utilizando el símil médico, la patología resulta evidente, pero sus causas parecen pasar desapercibidas y, sobre todo, los tratamientos para sanar la enfermedad son ignotos. Según las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) la ciudadanía apunta a los partidos políticos como una de sus principales fuentes de problemas. El clima se torna cada vez más enrarecido, afectando al normal funcionamiento de algunas instituciones que, al menos hasta la fecha, lograban constituirse con cierta normalidad. Y no me refiero sólo a la formación de un Gobierno a nivel nacional y a varios Ejecutivos autonómicos (que también), sino a que el panorama se extiende a otros órganos que permanecen en un estado de bloqueo o “semi-letargo”, a la espera de que alguien ocupe el Palacio de la Moncloa.

El mandato de los veinte vocales del Consejo General del Poder Judicial venció hace más de siete meses sin que a nadie le preocupe que sus competencias todavía las ejerzan otros vocales con el mandato ya caducado. El Defensor del Pueblo lleva años “en funciones”. Las propias Cortes Generales trabajan a medio rendimiento a falta de un Gobierno electo.  Anomalías todas ellas que demuestran que nuestro sistema necesita repensarse. Lo más preocupante, además, es que no existen razones para el optimismo. Las reformas necesarias para que esta situación revierta requieren de la puesta en marcha de iniciativas para llevar a cabo unos cambios normativos adecuados que cuenten con el respaldo de mayorías sólidas. Nada de ello se da en estos momentos, siendo más que dudoso que pueda suceder a corto o medio plazo. Para variar un rumbo tan desnortado como el actual se precisa de unos líderes sensatos y de una ciudadanía bien formada e informada, exigente con sus representantes y capaz de marcar la senda apropiada. Pero, si por algo se caracteriza esta época, es por la proliferación de mandatarios carentes de buen juicio y de electores perdidos entre “fake news” y manipulados con falsos mensajes populistas.

Dadas las circunstancias, urge primero apuntalar y después fortalecer los pilares básicos de nuestros valores democráticos para, acto seguido, corregir los errores y robustecer los principios sobre los que residen las libertades y la igualdad de oportunidades que tanto anhelamos. Hemos de repasar las lecciones que, supuestamente, deberíamos tener aprendidas desde hace mucho tiempo y ser conscientes de que, para que el sistema perdure y no se destruya, resulta imprescindible centrarnos en dos puntos esenciales:

1.- Evitar la concentración del poder, una evidencia a la que hemos dejado de prestar atención. Reforzar la separación de poderes y evitar la tendencia de acumular poder. Es imprescindible cambiar los modelos con los que las distintas formaciones “se reparten” en la actualidad los ámbitos del Poder Judicial, ya sea por la vía de reformar el método de nombramiento de jueces o el de su selección. Igualmente, y relacionado con lo anterior, hay que eliminar la enorme acumulación de poder que se concentra en los partidos políticos. En la práctica, las grandes decisiones no las toman los diputados ni los senadores, ni se discuten en los Consejos de Ministros. Se cocinan y se sirven en las sedes de cada formación. En realidad, los miembros de los Parlamentos y de los Gobiernos obedecen sumisamente las directrices marcadas desde los órganos de dirección, en muchas ocasiones sobre la base de estrategias electorales y partidistas, y no del interés general de la ciudadanía. Las listas cerradas y bloqueadas impiden al votante elegir libremente a sus representantes, colocando en los órganos y las instituciones a personas afines que diseñan planes para ganar, no para gobernar los asuntos públicos. En la actualidad, los partidos políticos son un problema y debemos convertirlos en parte de la solución. De lo contrario, acabarán por pervertir la propia democracia.

2.- Lograr un electorado a la altura de las decisiones y retos que se han de afrontar. La educación, la reflexión y el análisis crítico de los llamados a elegir han de alzarse como prioridad absoluta. Es necesario rediseñar el sistema educativo (siempre olvidado y denostado) y cuidar los canales de información y de libre expresión de las ideas. Si nos rendimos ante la  percepción de que los mensajes manipulados, las noticias falsas y los discursos populistas calan y triunfan entre la población, certificaremos la defunción de la democracia. El pueblo tiene que ser el primer órgano de vigilancia y control de la actividad pública. Sin embargo,  ha optado por hibernarse, aplaudiendo y vitoreando (o demonizando e insultando) como el seguidor sumiso de unos líderes de barro. Aunque nos cueste reconocerlo, nosotros también somos parte del problema. Ya es hora, pues, de comenzar a ser también parte de la solución.

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