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Libertad de expresión, discurso del odio y redes sociales

En 2016 la Comisión Europea hizo público un “Código de conducta” que incluía una serie de compromisos para luchar contra la propagación e incitación al odio en Internet dentro de la Unión Europea. Este acuerdo fue firmado conjuntamente con empresas tecnológicas como Facebook, Twitter o YouTube. La idea era que, paralelamente a la posibilidad de actuar penalmente contra estas conductas conforme a la legislación de cada uno de los Estados, se implementasen una serie de controles y políticas de conducta por parte de las plataformas sociales para eliminar este tipo de contenidos de sus redes.

Al firmar este acuerdo voluntario, las empresas se comprometieron a poner en marcha mecanismos internos que garantizasen el examen y la retirada de las manifestaciones que considerasen incitación al odio o difusión del denominado “discurso del odio” en un plazo inferior a las veinticuatro horas. El principal problema era determinar quién y cómo se llegaba a la conclusión de qué concreto mensaje, comentario o publicación merecía tal eliminación, así como por medio de qué procedimientos y con qué garantías se procedería a la suspensión o eliminación de una cuenta en una red social.

Todo esto ha cobrado protagonismo informativo debido a que el partido político VOX ha presentado una querella contra Twitter por el cierre de su cuenta oficial desde el pasado 22 de enero, tras un intercambio de mensajes con la portavoz del PSOE en el Congreso, Adriana Lastra, a propósito del denominado «pin parental», en el que el citado partido acabó criticando que con dinero público se promoviera la «pederastia». Twitter comunicó a VOX que no podría publicar más contenidos alegando «incitación al odio» y le ofreció la opción de borrarlo, pero la organización liderada por Santiago Abascal se negó. Ante esa situación, la formación política considera que es Twitter la que ha cometido un delito de injurias al acusarle de mantener una conducta que «incita al odio» y alega, además, que la actitud de Twitter vulnera derechos fundamentales como la libertad de expresión, el derecho a la participación política, la libertad ideológica, el principio del pluralismo y la igualdad política, recogidos todos ellos en la Constitución.

Tendrá que pasar mucho tiempo hasta que este proceso judicial termine pero, cuando lo haga, quizá tengamos una serie de resoluciones judiciales que clarifiquen las difusas líneas que separan la libertad de expresión y la libertad ideológica del límite del denominado “discurso del odio” y, sobre todo, que se pronuncien sobre un tema inédito y sin precedentes, como es el cierre o suspensión de perfiles en una red social por dichos motivos.

Conforme aparece en la propia política de conducta de Twitter, la suspensión permanente de una cuenta supone que se elimine de la vista global de la misma y que el sancionado no pueda crear cuentas nuevas. Cuando se suspende un perfil de forma permanente, la compañía informa al usuario acerca de su suspensión por incumplimientos relativos al abuso, le explica qué política o políticas incumplió y cuál fue el contenido infractor. Los supuestos infractores pueden apelar o recurrir dicha decisión a través de la interfaz de la plataforma o mediante el envío de un informe, comprometiéndose Twitter a responder a dicha apelación.

Lo más curioso es que, dentro de las propias reglas establecidas por esta red social, se establecen excepciones, y se prevé y se reconoce que, a veces, un tweet que merecería la eliminación por su contenido debe ser mantenido en atención a la relevancia pública del emisor del mensaje o al interés público del debate que genera. En concreto para Twitter, el contenido es de interés público “si constituye un aporte directo para la comprensión o el debate de un asunto que le preocupa a todo el público”. Para que esta excepción a la regla se aplique se tienen que dar los siguientes requisitos: que el Tweet incumpla una o más de las Reglas de Twitter; que el autor del Tweet sea una cuenta verificada; que la cuenta tenga más de 100.000 seguidores; que la cuenta represente a un miembro actual o potencial de un organismo gubernamental o legislativo local, estatal, nacional o supranacional; que sean titulares actuales de un puesto de liderazgo elegido o designado en un organismo gubernamental o legislativo; o que sean candidatos o nominados para cargos políticos. En estos casos, Twitter se reserva la posibilidad de optar por conservar el Tweet que, en un principio, sería eliminado.

El equipo interno de Twitter (denominado “equipo de cumplimiento global”) enviará cualquier Tweet que cumpla con los criterios definidos anteriormente a una revisión secundaria por parte de otro equipo de evaluación diferente (denominado “Equipo de Trust & Safety”), para la recomendación de si procede o no aplicar la excepción de interés público.

La propia compañía Twitter ha declarado que no hará estas excepciones cuando la publicación esté relacionada con el terrorismo o el extremismo violento, fomente la violencia, fomente algún fin ilícito o delictivo, promueva el suicidio, afecte a la integridad de unas elecciones o implique la revelación de información privada. Por el contrario, esa misma empresa, fuera de las anteriores categorías, sí es favorable a valorar dichas excepciones.

Ahora será la Justicia la que decida si Twitter aplicó correctamente sus propias reglas, o incluso si sus reglas son ajustadas al resto de normas jurídicas de obligado cumplimiento. Al aplicar conceptos jurídicos indeterminados, siempre existirá una difuminada línea fronteriza entre el derecho y su límite que resulte controvertida. Pero, más allá de las ideologías y las posturas partidistas, se debe encontrar un criterio jurídico que dé seguridad jurídica a estos temas, y que ayude y potencie a conseguir una sociedad democrática más libre, formada, informada y responsable.

Libertad de expresión… sólo para los que piensan como yo

A tenor de las encuestas, la mayor parte de las personas se autoproclaman demócratas convencidas. Por lo visto, también nuestra sociedad se considera respetuosa con las libertades y a los ciudadanos se nos llena la boca hablando de libertad de expresión y de defensa de los derechos fundamentales. Sin embargo, no hace falta profundizar demasiado para detectar conductas intransigentes en muchos de quienes presumen de adalides de los derechos humanos más básicos. Es muy habitual toparse con individuos que sólo admiten escuchar lo que quieren oír y únicamente permiten que se proclamen los discursos que ellos querrían pronunciar. Fuera de ese concreto círculo, todos aquellos, individualmente o en grupo, que aspiren a difundir postulados diferentes, pasan a convertirse en engendros peligrosos a los que hay que impedir, en ocasiones incluso por la fuerza y con la cara convenientemente tapada, que se expresen con libertad.

En los últimos años se está produciendo un evidente repunte de esta tendencia, personificada en sujetos que consideran que quienes no piensan como ellos son fachas, o antipatriotas, o caudillos peligrosos, o cualquier otra denominación despectiva que justifique boicotear sus mítines, sabotear sus actos de propaganda, destrozar sus sedes o agredir verbal e, incluso, físicamente a sus adeptos. Y todo ello, por supuesto, en nombre de la democracia y la libertad. Va a resultar, pues, que en realidad no somos una comunidad tan tolerante como afirmamos y que determinados colectivos que se jactan de ser la quintaesencia del pluralismo y de la defensa de los principios y valores democráticos más enraizados albergan en su interior un fanatismo y una intransigencia incompatibles con lo que aseguran defender con gritos, boicots y pasamontañas.

Pero, para ser totalmente justos, no procede criticar tan sólo a determinados perfiles sectarios. También en nuestra estructura jurídica coexisten normas, resoluciones y fallos judiciales que no son acordes con los valores que dicen amparar. Sentencias condenatorias dictadas por canciones de protesta, diligencias penales abiertas por montajes humorísticos, sanciones impuestas por la quema de fotografías de cargos públicos, multas aplicadas por carteles de difusión de pensamientos o denegaciones de permisos por parte de autoridades que no comulgan con las ideas de los solicitantes. Desde las propias instituciones se mira mal al distinto, al diferente, y se castiga y sabotea intencionadamente al disidente. Y esos políticos y autoridades alardean con igual afán de su conducta intachable y de sus profundas convicciones.

Da la sensación de que nuestro sistema aspira a pervivir a base de echar, arrinconar o, mejor aún, eliminar, al que opine lo contrario. En Cataluña, por ejemplo, en aquellos organismos públicos donde están representadas diferentes ideologías y que se hallan al servicio de la ciudadanía en su conjunto (por lo tanto, también de quienes no comparten los mismos postulados de los actuales gobernantes) se han adornado fachadas y balcones con propaganda independentista, relegando y despreciando por completo a los opositores. Incluso los llamados a dar ejemplo cívico de neutralidad, tolerancia y respeto se comportan como exterminadores de quienes no concuerdan con sus planteamientos. Para ellos, portar una señera es un respetable ejercicio de libertad. Sin embargo, llevar una bandera española constituye una provocación intolerable, una agresión en sí misma. Imponer el lazo amarillo en el espacio común de representación ciudadana representa un ejemplo de libertad de expresión. Retirarlo, por el contrario, se califica como ofensa imperdonable, como acto de crispación hostil.

Estos autodenominados defensores de los derechos fundamentales que, curiosamente, los pisotean, deberían saber que tanto nuestros tribunales internos como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos reiteran una y otra vez en sus resoluciones que la libertad de expresión protege nuestras ideas y las ajenas, no sólo las mayoritarias o las socialmente aceptadas. También “aquéllas que chocan, inquietan u ofenden” a los que gobiernan o, en su caso, “a una fracción cualquiera de la población”.

Cuando abordo estos temas en mis clases de Derecho Constitucional, me gusta trasladar a los alumnos una famosa sentencia del año 1988 del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Se trata del caso Hustler Magazine contra Falwell, en cuya sentencia se concluye que la libre expresión del pensamiento no es sólo un aspecto de la libertad individual sino que es, además, un punto esencial para la búsqueda común de la verdad y para la vitalidad de la sociedad en su conjunto. Por ello, hemos de estar especialmente vigilantes para asegurar que el Gobierno no reprima o castigue la libertad de expresión de las ideas de los ciudadanos. La Constitución impide considerar «falsa» una idea. Siguiendo con ese mismo enfoque, si el Gobierno no puede reprimir o castigar la difusión de ideas, el resto de ciudadanos tampoco.

Por último, y para que no se utilicen mis argumentos de forma torticera, lo que aquí defiendo se aplica a la difusión de ideas, no a la realización de actos. Cuando se pasa de las palabras a los hechos, y en función de si dichos hechos son o no ilícitos o delictivos, puede proceder su sanción y su condena, porque no es lo mismo proclamar un mensaje que ejecutarlo en contra de las normas vigentes.

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