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Propuestas para no tropezar de nuevo en la misma piedra

 

En España se empiezan a acumular intentos fallidos a la hora de investir a un Presidente del Gobierno. El artículo 99.5 de nuestra Carta Magna establece que “si transcurrido el plazo de dos meses a partir de la primera votación de investidura ningún candidato hubiere obtenido la confianza del Congreso, el Rey disolverá ambas Cámaras y convocará nuevas elecciones con el refrendo del Presidente del Congreso”. Dicho precepto constitucional parecía hasta hace poco tiempo una remota posibilidad teórica que nunca se llevaría a la práctica. Sin embargo, y tras cuatro convocatorias a elecciones generales en menos de cuatro años, ahora se debe aplicar con demasiada frecuencia.  Quizá porque la experiencia ayuda a incrementar el conocimiento, todo parece indicar que algunas de las normas reguladoras de este concreto asunto deberían ser reformadas. Se dice que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Por lo tanto, merece la pena intentar que no sean tres o más las colisiones producidas por la frustración de repetir unos comicios electorales ante la incapacidad para designar al jefe del Ejecutivo. Dadas las circunstancias, me atrevo a proponer algunos cambios.

1.- Sobre el cómputo de los dos meses de espera: Considero que, en su caso, debería establecerse como plazo máximo, no como lapso de tiempo que tenga que transcurrir necesariamente para desbloquear una situación a todas luces enquistada. Si la imposibilidad aritmética derivada de la composición del Congreso o la inutilidad de los líderes de los grupos para buscar consensos son patentes desde el inicio, la obligación de soportar dos meses por semejante tesitura es un castigo innecesario. Ante situaciones de bloqueo evidente, procedería acortar dicho plazo o, en su caso, también contemplar la opción de alargarlo si la complejidad de la negociación requiriese de más días para el debate y el estudio de propuestas.

2.- Sobre la reelección de los mismos representantes que han demostrado su incapacidad para alcanzar un acuerdo de gobernabilidad: En algunos foros se defiende la idea de prohibir a los mismos líderes presentarse de nuevo a la repetición electoral, como castigo por no ser capaces de poner en marcha la legislatura con normalidad. Desde un punto de vista constitucional, creo que esa propuesta es inviable. Sin embargo, sí pienso que debería otorgarse al votante la posibilidad de sancionar al concreto representante a quien reproche la paralización de las instituciones como consecuencia de su ego, de su soberbia, de su incoherencia o de su irresponsabilidad. Para ello, el voto debería desbloquearse a fin de, aun optando por la misma formación política, eludir a ese número uno al que considera causante del gravísimo panorama de parálisis institucional.

3.- Sobre la labor del Monarca: El artículo 99.1 de la Constitución Española establece que “el Rey, previa consulta con los representantes designados por los grupos políticos con representación parlamentaria y a través del Presidente del Congreso, propondrá un candidato a la Presidencia del Gobierno”. Usa el tiempo verbal del imperativo (propondrá). Sin embargo, ahora se ha querido cambiar la obligación derivada de la forma imperativa por un mero condicional, dando la impresión de que el Jefe del Estado podrá proponer o no. Asimismo,  se ha teorizado sobre si la hipotética persona elegida para someterse a la votación de investidura podría rechazar dicho encargo o estaría sometido al  deber constitucional de aceptarlo, por más que lo hiciera en contra de su voluntad. Son puntos que deben aclararse definitivamente y no dejarse a criterios interpretativos poco transparentes. ¿La decisión de no proponer a un candidato se debe a su deseo de ahorrarse el bochorno de otra nueva sesión de investidura destinada al fracaso? ¿Es realmente el criterio de evitar ese mal trago el que ha prevalecer a la hora de tomar tal decisión?

4.- La reiteración de la campaña electoral: En el año 2016 se modificó la Ley Orgánica del Régimen Electoral General para acortar de quince a ocho días la campaña electoral en el supuesto de que se aplicara el artículo 99.5 de la Carta Magna. En mi opinión, el recorte es positivo pero corto. Actualmente, el concepto de “campaña electoral” circunscrito al periodo en el que una candidatura puede pedir directamente el voto es retrógrado, absurdo y caduco. Vivimos en una permanente campaña electoral de hecho y esos ocho días resultan manifiestamente innecesarios.

Valoremos y analicemos, pues, estos cambios como forma para mejorar nuestra democracia y el funcionamiento de nuestro sistema de gobierno. Se podrán proponer otras modificaciones distintas a las que yo he planteado en estas líneas, pero el peor de los escenarios continuará siendo el de perpetuar los errores y arrastrar los desaciertos por no saber aprender de la experiencia. En definitiva, el de seguir tropezando en la misma piedra.

Inmigración, asilo y refugio: El Derecho devaluado

Las noticias relacionadas con el rescate y salvamento del barco “Aquarius” han vuelto a poner de manifiesto el resquebrajamiento del concepto “Unión” dentro de la Unión Europea, así como la grotesca deformación del carácter imperativo de las normas internacionales cuando tienen como destinatarios a los Estados. Una vez se divisó la embarcación a la deriva, Italia y Malta comenzaron a echarse una a otra la responsabilidad sobre la acogida de los más de seiscientos inmigrantes que iban a bordo. El nuevo Ministro del Interior italiano, Matteo Salvini, reclamó a las autoridades maltesas que dejaran entrar en sus puertos al citado buque, advirtiéndoles de que Italia no lo haría. El Ministerio del Interior maltés, por su parte, se lavó las manos contestando que no se trataba de un asunto de su competencia, puesto que el rescate se centraba en una zona coordinada por Roma.

Con anterioridad, la Unión Europea ya había dado muestras de desentenderse de este problema. El acuerdo de 2016 entre las autoridades comunitarias y Turquía, así como el clamoroso incumplimiento de buena parte de los Estados miembros a la cuota de refugiados que debían asumir, es tan solo un pequeño ejemplo. Así las cosas, cada Nación va por su cuenta, aplicando políticas migratorias propias y cumpliendo (o no) la legislación interna e internacional a conveniencia, generando con ello un espacio de inseguridad jurídica sin precedentes. Como si se transitara por terrenos pantanosos o por un campo de minas, tan pronto existen gestos de desprecio y desinterés ante una tragedia de magnas proporciones como decisiones más acordes con la normativa internacional y más piadosas con el drama humano que conllevan.

Y es que se supone que el Derecho se dicta para cumplirlo porque, de lo contrario, no merece llamarse Derecho. En las operaciones de vigilancia de la frontera desarrolladas en el mar no solo se han de respetar los Derechos Humanos y el derecho de los refugiados sino que, además, se ha de aplicar el Derecho Internacional. Estas actividades están reguladas por la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, el Convenio Internacional para la Seguridad de la Vida Humana en el Mar y el Convenio Internacional sobre Búsqueda y Salvamento Marítimos. Dichos instrumentos obligan a la asistencia y al salvamento en el mar de las personas en peligro. El capitán del barco tiene, además, la obligación de conducir a las personas socorridas a un lugar seguro.

En este contexto, una de las cuestiones más polémicas estriba en dónde desembarcar a los seres rescatados o interceptados en el mar. En el marco del Derecho de la Unión Europea, el artículo 12 en relación con el artículo 3 del Código de Fronteras Schengen estipula que las actividades de gestión de fronteras deben respetar el principio de no devolución. Además, existe el Convenio Europeo de Derechos Humanos, que se aplica a todos aquellos que estén bajo la jurisdicción de un Estado miembro del Consejo de Europa. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (T.E.D.H.) ya ha sostenido en varias ocasiones que los individuos están bajo su jurisdicción cuando un Estado ejerce control sobre ellos en alta mar.

En el fondo, lo que estamos viviendo estos días no difiere demasiado de otras situaciones ya juzgadas anteriormente. Así, por ejemplo, el T.E.D.H. sentenció el 23 de febrero de 2012 el denominado caso “Hirsi Jamaa y otros contra Italia”. Los hechos son perfectamente reconocibles. Los demandantes formaban parte de un grupo de unos doscientos migrantes entre los que había solicitantes de asilo que fueron interceptados por los guardacostas italianos en alta mar mientras se encontraban en el área de búsqueda y salvamento de Malta. Los migrantes fueron devueltos a Libia mediante procedimiento sumario en virtud de un acuerdo alcanzado entre Italia y Libia y no se les dio la oportunidad de pedir asilo. No se registraron sus nombres ni sus nacionalidades. El Tribunal consideró que las autoridades italianas sabían que, tras ser devueltos a Libia como inmigrantes en situación irregular, los solicitantes quedarían expuestos a un trato que vulneraría el Convenio Europeo de Derechos Humanos y no recibirían ningún tipo de protección. También se sentenció que Italia conocía que las garantías de protección de los solicitantes, ante el riesgo de ser devueltos arbitrariamente a sus países de origen -que incluían Somalia y Eritrea- eran insuficientes. Se afirmaba en la citada resolución que Italia vulneró conscientemente el artículo 3 del Convenio Europeo de Derechos Humanos.

Ahora, pocos años después, algunos Estados del supuestamente civilizado “Primer Mundo” y que presumen de ser “Estados de Derecho” continúan saltándose con total impunidad las reglas que ellos mismos se comprometieron a acatar e incluso con el aplauso de buena parte de sus conciudadanos. Porque en materia de inmigración, asilo y refugio, el Derecho que existe es un Derecho devaluado, sometido al arbitrio y capricho de unos gobernantes sabedores de que pueden incumplir las leyes sin consecuencias.

Retos constitucionales para el nuevo Gobierno (o el que venga después)

Como consecuencia del cambio de Gobierno, en estas vertiginosas semanas se han derribado algunos mitos constitucionales y se han apuntalado otros. Por vez primera ha prosperado una moción de censura al Ejecutivo estatal y se ha construido un Consejo de Ministros sobre un grupo parlamentario minoritario en el Congreso. No obstante, estas novedades no son tales en el ámbito de las Comunidades Autónomas, donde sí existen antecedentes similares. Por ejemplo, Gerardo Fernández Albor, primer Presidente elegido tras la aprobación del Estatuto de Autonomía de Galicia, fue relevado de su cargo en 1987 precisamente mediante el mecanismo de la moción de censura. Lo mismo ha ocurrido en La Rioja, Cantabria, Aragón o Canarias. Nuestro archipiélago, además, presenta  desde hace legislaturas otra originalidad que afecta ahora a las instituciones centrales, con varios Presidentes del Gobierno provenientes de partidos perdedores de las elecciones o minoritarios en el Parlamento.

Lo cierto es que, ya sea por la precipitación de los recientes sucesos, ya sea por la ausencia de precedentes estatales, la salida de Mariano Rajoy y el desembarco de Pedro Sánchez en el Palacio de la Moncloa han generado una serie de reacciones que invitan a una reflexión pausada, razonada, alejada de pasiones ideológicas y de estrategias partidistas poco meditadas, sobre nuestro modelo de convivencia. Reflejando más odio que rivalidad y más enemistad que disparidad, el fantasma de “las dos Españas” planea sobre nuestras cabezas. Pero conviene recordar la existencia de valores, principios y reglas defendidos por (casi) todos y que son lo suficientemente importantes como para evidenciar ese mínimo común denominador dentro de las opciones políticas que tratan de presentarse ante el electorado como enemigas irreconciliables.

Las declaraciones incendiarias, los discursos hirientes y los tweets burlones ponen de manifiesto las brechas y el rencor acumulado en el tiempo pero, aun así, es preciso plantearse qué es lo que nos une. De lo contrario, somos un fracaso como Estado y como Nación. Cabe averiguar si, tanto las formaciones políticas con implantación en todo el territorio como el resto de ellas, están dispuestas a implicarse en un proyecto común. Si, en definitiva, comparten un núcleo sólido de coincidencia que les sirva de base para un entendimiento. O, planteado a la inversa, si están por la labor de traicionar o aparcar las reglas básicas y elementales de convivencia de toda la ciudadanía española con tal de afianzar sus cuotas de poder y satisfacer sus egos y sus objetivos particulares.

Se puede discutir sobre si dirigirse hacia una mayor descentralización u optar por la centralización. Incluso si se mantiene la monarquía o se da paso a una república. Parece que nos empeñamos en peleas por las banderas, los idiomas y las heridas pasadas al parecer no cicatrizadas. Pero lo que debería ser incuestionable es la defensa de nuestra esencia como Estado Social y Democrático de Derecho. Lo que es impensable es la negación de los valores superiores de libertad, justicia, igualdad y pluralismo político. Lo que es inconcebible es el incumplimiento de la obligación de respetar los derechos fundamentales y del compromiso de remover los obstáculos que impiden su efectividad para todos. Lo que es inimaginable es la tentación de eliminar la separación de poderes. ¿O no?

Todos los partidos, desde Podemos al Partido Popular, desde Ciudadanos al PSOE, han de compartir el conjunto de reglas esenciales y, en cierta medida, hasta presumen de ello en sus discursos institucionales. Sin embargo, se aprecia en algunos de sus comportamientos cierta tendencia a renegarlos con tal de conservar el poder o de acceder a él.

¿Respetan todos ellos la independencia judicial? ¿Acatan sus resoluciones? ¿Cumplen con el ordenamiento jurídico aunque defiendan su modificación? ¿Se preocupan por los derechos fundamentales de la ciudadanía? ¿Trabajan para lograr mayores cuotas de igualdad? Las respuestas deberían preocuparnos seriamente porque, si ese es el panorama en cuanto a lo que se supone que les une, cuál no será en lo que les separa abiertamente.

Así las cosas, este nuevo Gobierno (o el que venga después) debe afianzar dicho núcleo básico e imprescindible sobre la base de un necesario consenso mayoritario. De lo contrario, si se evidencia la farsa, que sea la ciudadanía la que comience a arrancar caretas con sus votos en las urnas y que demuestre que el electorado no tolera a quienes dinamitan o juegan irresponsablemente con lo más sagrado de cualquier sistema constitucional. Tal vez se trate de un cúmulo de ilusas elucubraciones, inviables en el tablero de ajedrez de la Política. Tal vez poco o nada nos una y nos adentremos en el desordenado y errático mundo del “qué hay de lo mío”, del “sálvese quien pueda” o del “tonto el último”. En todo caso, se nos deberá juzgar por nuestros actos y, por eso, al final tendremos lo que nos merecemos.

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