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Dando pasos hacia atrás, pero no para coger impulso

El Tribunal Supremo de los EE.UU. dictó en 1989 la sentencia del caso “Skinner v. Railway Labor Executives Association”, una importante resolución que contiene lo que en España conocemos como “votos particulares”, es decir, la expresión por parte de algunos magistrados de una postura diferente al parecer mayoritario del resto de los miembros de la Corte. En concreto, uno de los jueces, llamado

El Tribunal Supremo de los EE.UU. dictó en 1989 la sentencia del caso “Skinner v. Railway Labor Executives Association”, una importante resolución que contiene lo que en España conocemos como “votos particulares”, es decir, la expresión por parte de algunos magistrados de una postura diferente al parecer mayoritario del resto de los miembros de la Corte. En concreto, uno de los jueces, llamado Thurgood Marshall, manifestó su disidencia respecto del contenido del fallo en los siguientes términos: “La Historia enseña que las amenazas más graves a la libertad suelen ocurrir en tiempos de emergencia, cuando los derechos constitucionales son considerados demasiado extravagantes”. Creo que esta frase, reflejada en una decisión del órgano judicial más importante de Norteamérica, explica perfectamente la situación de peligro que ahora mismo atravesamos. Tal vez sin darnos cuenta, estamos limando, relegando o ignorando algunos de los valores, principios y derechos básicos de nuestro modelo de libertades esgrimiendo para ello una situación excepcional o emergencia, sin percatarnos de que sentamos una serie de precedentes que en el futuro pueden perpetuar acciones que se alejen del camino constitucional que nos habíamos trazado.

La situación generada por el Covid-19, la emergencia sanitaria, la amenaza de una pandemia global y el enfrentamiento a un enemigo invisible y desconocido, provocan escenarios de excepción incuestionables. Nada hay que objetar ni a la existencia del problema ni a la toma de medidas que comporta, sin duda anómalas e impropias dentro de una situación de normalidad. Sin embargo, en un Estado de Derecho la actuación de los poderes públicos siempre (y utilizo este adverbio de tiempo siendo muy consciente de la contundencia de su significado) deben estar sometidos al marco legal y constitucional vigente. En mi opinión, tanto cuando estaba en vigor el estado de alarma como cuando quedó derogado, se han adoptado decisiones y aprobado normativas justificadas en motivos sanitarios, eludiendo el hecho de que no siempre tenían un perfecto acomodo dentro de nuestro ordenamiento jurídico.

Siendo benevolentes, hasta se podrían pasar por alto algunas irregularidades jurídicas alegando la manifiesta falta de previsión de nuestras normas (que no estaban preparadas para dar respuesta y amparo jurídico al panorama generado por el coronavirus). Pero semejante benevolencia sólo podría tener sentido si, constatado dicho desfase normativo, se albergara un sincero propósito de cambiar las leyes para que, ante posteriores estados de emergencia, existiera un claro anclaje de las medidas a adoptar. Igualmente, cabe admitir la indulgencia de esta primera vez si quedan afectados algunos aspectos secundarios de nuestra vida, pero no los derechos fundamentales que nos definen como sociedad democrática.

Así, es cierto que el artículo tercero de la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública establece que, con el fin de controlar las enfermedades transmisibles, la autoridad sanitaria podrá adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, así como de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos, con el objeto de evitar el riesgo de transmisión de la enfermedad. No obstante, resulta muy dudoso que dicho precepto pueda ser invocado para confinar a miles o cientos de miles de personas sin decretar un estado de alarma, puesto que afectaría no sólo a los enfermos y a las personas que hayan tenido contacto con ellos, sino a la población en general.

Al mismo tiempo, no existe amparo legal o constitucional alguno a la prohibición de votar en las elecciones vascas y gallegas para determinados núcleos de población ni para quienes ni siquiera poseen la plena confirmación de portar la enfermedad, máxime cuando no se articulan medidas alternativas para asegurar el ejercicio de su derecho al voto. Dicho de otra manera, si es la excepcionalidad y el peligro de contagio lo que fundamenta la decisión de impedir el ejercicio del derecho fundamental a participar en unas elecciones, esa misma excepcionalidad valdría para articular inusuales plazos y procedimientos de voto por correo para esa parte de la ciudadanía a la que, no sólo se le prohíbe votar, sino que se le amenaza con imputarle un delito contra la salud pública si decide acercarse a las urnas. Una situación tan insólita como lamentable.

No cabe duda de que en el reciente estado de alarma se aplicaron medidas propias del estado de excepción. Se ha asumido que el Parlamento haya quedado aletargado (por no decir hibernado), cediendo al Gobierno todo el protagonismo de nuestro modelo parlamentario. Se observa con naturalidad que, por medio de Decretos Leyes, se modifiquen Leyes Orgánicas. Nuestro Tribunal Constitucional, además, acrecienta su selectiva lentitud para abordar los recursos que le llegan. Quizás un buen día, estos escenarios que ahora toleramos con resignación por el miedo al contagio se consoliden como muestra de esa “nueva normalidad” que poco o nada tiene que ver con lo que, desde un punto de vista constitucional, debe ser un verdadero Estado Social y Democrático de Derecho. Pero nunca olvidemos las palabras del magistrado Thurgood Marshall: “La Historia enseña que las amenazas más graves a la libertad suelen ocurrir en tiempos de emergencia, cuando los derechos constitucionales son considerados demasiado extravagantes”. Al menos seamos capaces de aprender esta lección.

, manifestó su disidencia respecto del contenido del fallo en los siguientes términos: “La Historia enseña que las amenazas más graves a la libertad suelen ocurrir en tiempos de emergencia, cuando los derechos constitucionales son considerados demasiado extravagantes”. Creo que esta frase, reflejada en una decisión del órgano judicial más importante de Norteamérica, explica perfectamente la situación de peligro que ahora mismo atravesamos. Tal vez sin darnos cuenta, estamos limando, relegando o ignorando algunos de los valores, principios y derechos básicos de nuestro modelo de libertades esgrimiendo para ello una situación excepcional o emergencia, sin percatarnos de que sentamos una serie de precedentes que en el futuro pueden perpetuar acciones que se alejen del camino constitucional que nos habíamos trazado.

La situación generada por el Covid-19, la emergencia sanitaria, la amenaza de una pandemia global y el enfrentamiento a un enemigo invisible y desconocido, provocan escenarios de excepción incuestionables. Nada hay que objetar ni a la existencia del problema ni a la toma de medidas que comporta, sin duda anómalas e impropias dentro de una situación de normalidad. Sin embargo, en un Estado de Derecho la actuación de los poderes públicos siempre (y utilizo este adverbio de tiempo siendo muy consciente de la contundencia de su significado) deben estar sometidos al marco legal y constitucional vigente. En mi opinión, tanto cuando estaba en vigor el estado de alarma como cuando quedó derogado, se han adoptado decisiones y aprobado normativas justificadas en motivos sanitarios, eludiendo el hecho de que no siempre tenían un perfecto acomodo dentro de nuestro ordenamiento jurídico.

Siendo benevolentes, hasta se podrían pasar por alto algunas irregularidades jurídicas alegando la manifiesta falta de previsión de nuestras normas (que no estaban preparadas para dar respuesta y amparo jurídico al panorama generado por el coronavirus). Pero semejante benevolencia sólo podría tener sentido si, constatado dicho desfase normativo, se albergara un sincero propósito de cambiar las leyes para que, ante posteriores estados de emergencia, existiera un claro anclaje de las medidas a adoptar. Igualmente, cabe admitir la indulgencia de esta primera vez si quedan afectados algunos aspectos secundarios de nuestra vida, pero no los derechos fundamentales que nos definen como sociedad democrática.

Así, es cierto que el artículo tercero de la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública establece que, con el fin de controlar las enfermedades transmisibles, la autoridad sanitaria podrá adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, así como de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos, con el objeto de evitar el riesgo de transmisión de la enfermedad. No obstante, resulta muy dudoso que dicho precepto pueda ser invocado para confinar a miles o cientos de miles de personas sin decretar un estado de alarma, puesto que afectaría no sólo a los enfermos y a las personas que hayan tenido contacto con ellos, sino a la población en general.

Al mismo tiempo, no existe amparo legal o constitucional alguno a la prohibición de votar en las elecciones vascas y gallegas para determinados núcleos de población ni para quienes ni siquiera poseen la plena confirmación de portar la enfermedad, máxime cuando no se articulan medidas alternativas para asegurar el ejercicio de su derecho al voto. Dicho de otra manera, si es la excepcionalidad y el peligro de contagio lo que fundamenta la decisión de impedir el ejercicio del derecho fundamental a participar en unas elecciones, esa misma excepcionalidad valdría para articular inusuales plazos y procedimientos de voto por correo para esa parte de la ciudadanía a la que, no sólo se le prohíbe votar, sino que se le amenaza con imputarle un delito contra la salud pública si decide acercarse a las urnas. Una situación tan insólita como lamentable.

No cabe duda de que en el reciente estado de alarma se aplicaron medidas propias del estado de excepción. Se ha asumido que el Parlamento haya quedado aletargado (por no decir hibernado), cediendo al Gobierno todo el protagonismo de nuestro modelo parlamentario. Se observa con naturalidad que, por medio de Decretos Leyes, se modifiquen Leyes Orgánicas. Nuestro Tribunal Constitucional, además, acrecienta su selectiva lentitud para abordar los recursos que le llegan. Quizás un buen día, estos escenarios que ahora toleramos con resignación por el miedo al contagio se consoliden como muestra de esa “nueva normalidad” que poco o nada tiene que ver con lo que, desde un punto de vista constitucional, debe ser un verdadero Estado Social y Democrático de Derecho. Pero nunca olvidemos las palabras del magistrado Thurgood Marshall: “La Historia enseña que las amenazas más graves a la libertad suelen ocurrir en tiempos de emergencia, cuando los derechos constitucionales son considerados demasiado extravagantes”. Al menos seamos capaces de aprender esta lección.

Estados de alarma y de excepción: la frontera difusa

Tras la declaración del estado de alarma por el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, y después de sus dos prórrogas, ya serán más de seis las semanas de confinamiento y sometimiento a una serie de severas restricciones dirigidas a ganar una batalla sanitaria. Esta realidad ha afectado de forma evidente a alguno de los derechos fundamentales reconocidos en nuestra Constitución, tales como el de reunión, manifestación, libre circulación o libertad deambulatoria. El hecho de que los derechos constitucionales se vean afectados por situaciones excepcionales que requieren de medidas, asimismo, excepcionales, no constituye una extrañeza. De hecho, se prevé y se regula en nuestro ordenamiento jurídico. Cuestión distinta es si la concreta Ley  Orgánica 4/1981, relativa a los estados de alarma, excepción y sitio, da una certera respuesta jurídica a las actuales circunstancias derivadas de la pandemia del denominado “Covid-19”, o si la respuesta, primero gubernamental y después parlamentaria, se amolda perfectamente a las previsiones normativas vigentes.

En nuestro sistema, cada uno de los tres estados citados anteriormente (alarma, excepción y sitio) está pensado para responder a situaciones diferentes y establece facultades concretas de actuación para que las autoridades competentes puedan solucionar los problemas que ponen en peligro la seguridad y la normal convivencia social. Por lo tanto, el estado de alarma responde a un determinado tipo de problemas y faculta para resolverlos a través de un abanico de medidas determinadas. El estado de excepción, por su parte, está ideado para afrontar otros supuestos y autoriza a adoptar otras decisiones, y lo mismo sucede con el estado de sitio. En función de cuál de los tres se declare, así serán las decisiones que se tomen. Dicho de otra manera, en un estado de alarma no se pueden adoptar medidas previstas para el de excepción ni el de sitio, y viceversa.

El estado de alarma incluye los siguientes supuestos: catástrofes; calamidades o desgracias públicas, tales como terremotos, inundaciones, incendios urbanos y forestales o accidentes de gran magnitud; crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves; paralización de servicios públicos esenciales para la comunidad; y situaciones de desabastecimiento de productos de primera necesidad. En esta modalidad no se pueden suspender derechos fundamentales (si bien se puede limitar su ejercicio). Así viene recogido expresamente en nuestras normas y ha sido igualmente proclamado por nuestro Tribunal Constitucional.

En ese sentido, las decisiones que pueden adoptar las autoridades son: limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos; practicar requisas temporales de todo tipo de bienes e imponer prestaciones personales obligatorias; intervenir y ocupar transitoriamente industrias, fábricas, talleres, explotaciones o locales de cualquier naturaleza; limitar o racionar el uso de servicios o el consumo de artículos de primera necesidad; e impartir las órdenes necesarias para asegurar el abastecimiento de los mercados.

El estado de excepción, sin embargo, está pensado para cuando el libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, el normal funcionamiento de las instituciones democráticas, de los servicios públicos esenciales para la comunidad y cualquier otro aspecto del orden público resulten tan gravemente alterados que el ejercicio de las potestades ordinarias se estimen insuficientes para restablecerlos y mantenerlos. En tal caso, la legislación sí habilita a la suspensión de derechos fundamentales. Se menciona expresamente que la autoridad gubernativa podrá prohibir la circulación de personas y vehículos, así como suspender los derechos de libre circulación, reunión y manifestación, entre otros. Se trata de una previsión que figura, tanto en nuestra Constitución como en la ya citada Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio.

Cabría preguntarse si las medidas a las que estamos siendo sometidos suponen una mera limitación de la circulación o la permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados o si, por el contrario, más que limitar los derechos, implican una suspensión en toda regla de los mismos. A mi juicio, y dada su entidad, sí implican dicha suspensión y no una mera limitación por lo que, de facto, corresponderían al estado de excepción (aunque el declarado sea el de alarma). Ante ello, y puesto que parece evidente que frente a crisis sanitarias de esta magnitud la imposición de confinamientos y el cierre de empresas y locales abiertos al público son adecuados, sería preciso modificar nuestras normas para posibilitar esa declaración del estado de excepción y conseguir así una perfecta adecuación entre las decisiones que deben adoptarse y el marco jurídico al que se deben someter. En estos momentos, el ajuste entre las medidas impuestas y las previsiones normativas es discutible o, como mínimo, se sitúa en esa difusa frontera que separa el estado de alarma del de excepción.

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