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La respuesta del Derecho al sentimiento de odio

El mundo del fútbol ha protagonizado estas últimas semanas las portadas de todos los medios de comunicación, al hilo de los lamentables incidentes ocurridos durante un partido disputado entre el Real Madrid y el Valencia C.F.. Fue tal el revuelo originado que la titular del Juzgado de Instrucción número 10 de la capital del Turia ha abierto un procedimiento judicial para investigar dichos acontecimientos, ante la posible comisión de un delito de odio. El odio, como tal, no es sancionable y, como cualquier otro sentimiento humano, no puede regularse a través de normas jurídicas. Por ley no cabe imponer el amor ni la simpatía, ni tampoco es posible prohibir el rechazo o la animadversión personal ni colectiva. Los sentires y pensamientos internos resultan inabarcables para el ámbito del Derecho.

Cuestión bien distinta se deriva de convertir dichos sentimientos en actos externos. En ese caso, la regulación jurídica sí cuenta con la posibilidad de penalizar los comportamientos en que se traducen. Mediante las leyes se regulan conductas que la mayoría de la sociedad considera reprochables y perseguibles y, en esa línea, desde hace varios años la respuesta jurídica a aquellas que reflejan odio hacia las personas y colectivos minoritarios o vulnerables revisten especial importancia. Así, conviene resaltar tres concretos aspectos sobre la citada cuestión:

1.- El odio como agravante en la comisión de delitos: A la hora de decidir la concreta pena a imponer, el artículo 22 de nuestro Código Penal considera una agravante que el delito castigado sea perpetrado por motivos racistas u otra clase de discriminación, referente a la ideología, religión o creencias de la víctima. Ello significa que, sea cual sea el delito cometido (lesiones, asesinato, injurias, etc..), si el motivo que llevó al delincuente a cometerlo fue la raza, el sexo, la edad y la orientación o identidad sexual de la víctima, el castigo debe ser mayor. Todo delito lleva aparejada una penalidad que ofrece al juez una horquilla, que va desde una pena mínima a una máxima. Al configurarse como agravante, se obliga al juzgador a escoger la pena más elevada.

2.- El odio como delito en sí mismo: El artículo 510 del Código penal castiga una amplia variedad de conductas vinculadas con las acciones ejecutadas por motivos de odio a un determinado colectivo. Entre ellas figuran:

  1. a) los que públicamente fomenten o inciten, directa o indirectamente, al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo o contra una persona determinada por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, su origen nacional, sexo, orientación sexual, aporofobia, enfermedad o discapacidad.
  2. b) los que produzcan y difundan escritos o cualquier otra clase de material que, por su contenido, sean idóneos para fomentar o incitar al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo o contra una persona determinada, por las mismas razones expresadas en el apartado anterior.
  3. c) los que lesionen la dignidad de las personas mediante acciones que entrañen humillación, menosprecio o descrédito de alguno de los grupos vulnerables señalados anteriormente, o de cualquier persona por idénticos motivos de los ya reseñados.

Las penas a imponer pueden ir desde los seis meses hasta los cuatro años de prisión, además de multa. Igualmente, está prevista la inhabilitación especial para profesión u oficio educativos en el ámbito docente o deportivo por un tiempo superior, entre tres y diez años al de la duración de la pena de privación de libertad impuesta en su caso en la sentencia. Por último, se faculta al juez o tribunal a acordar la destrucción, borrado o inutilización del soporte usado para la comisión del delito.

3.- El discurso del odio como límite a la libertad de expresión: La libertad de expresión, como cualquier derecho fundamental, tiene límites, siendo el más destacado el denominado “discurso del odio”, que se configura como las palabras pronunciadas en unos términos que supongan una incitación directa a la violencia contra determinadas razas, colectivos o creencias. Para poder diferenciar cuándo estamos ante discursos amparados por la libertad que debe exigirse en un Estado Social y Democrático de Derecho y cuándo, ante opciones que no están legitimadas, debemos dilucidar si tales palabras son expresión de una opción política o ideológica legítima que pudieran estimular el debate social o si, por el contrario, persiguen desencadenar un reflejo emocional de hostilidad incitando y promoviendo el odio y la intolerancia, incompatibles con el sistema de valores de la democracia.

Por otro lado, y al margen de la concreta respuesta que dé el Derecho a este tipo de actuaciones, existe el reproche social, vinculado a la consideración que para la sociedad posean estas conductas, y que pueden y deben generar una reacción de la ciudadanía ante comportamientos que se consideren ética o moralmente reprobables.

Herramientas útiles, inútiles e inconstitucionales en la lucha contra el coronavirus

Cuando el Gobierno de la Nación decidió no aplicar ninguno de los Estados excepcionales y encomendó a las Comunidades Autónomas luchar contra la pandemia dentro del margen de actuación de nuestra legislación ordinaria (entendida como tal la que se emplea cuando no está vigente los Estados de alarma, excepción o sitio), repitió hasta la saciedad que las Autonomías contaban con “herramientas suficientes” para combatir el problema sanitario derivado del coronavirus. Lo sucedido posteriormente, además de generar un aumento intolerable de la inseguridad jurídica, ha acabado por demostrar que tal afirmación era falsa.

Las CC.AA. trataron de seguir recurriendo a algunas de las medidas implantadas durante la vigencia del Estado de alarma, pero sin contar con la cobertura jurídica de dicha normativa excepcional. Sirvan como ejemplo los toques de queda, los cierres perimetrales o las restricciones en la hostelería y en otros sectores, todo ello supuestamente al amparo de la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública. Sin embargo, el número de resoluciones judiciales que o anularon o no avalaron tales decisiones de los Ejecutivos autonómicos, unido a la diversidad de sentencias y autos de los Tribunales que, en función de las localidades afectadas, daban la razón o no a dichos Gobiernos, derivó en un escenario inédito, incomprensible y jurídicamente insostenible.

Galicia legisló incluso sobre la vacunación obligatoria (norma recurrida y suspendida por el Tribunal Constitucional) y Canarias, primero, y otras Comunidades Autónomas después, exigieron presentar el certificado de vacunación para entrar en locales comerciales (medida también anulada a posteriori por la Justicia). Se dibujó así un panorama sanitario, político y jurídico muy difícil de asumir por la ciudadanía, que a día de hoy continúa asistiendo atónita a unos vaivenes no siempre explicados ni razonados convenientemente.

El lunes 30 de agosto, el Consejo de Gobierno de Canarias comenzó a estudiar un Decreto Ley, finalmente aprobado el jueves 2 de septiembre, el cual, pese a su invocada “extraordinaria y urgente necesidad”, todavía no ha sido publicado en el Boletín Oficial, algo anormal en este tipo de normas. El Decreto Ley parece ser aprobado a la desesperada tras los severos varapalos judiciales a muchas de las decisiones tomadas por el Ejecutivo isleño para lidiar contra la denominada “quinta ola” del Covid-19. En cualquier caso, no se transmite la impresión que este Decreto Ley vaya a traer la tan reclamada seguridad jurídica a este complejo galimatías. Es más, la apariencia de inconstitucionalidad que pesa sobre esta nueva norma continúa presente, a tenor de lo difundido por el propio Gobierno Canario sobre su contenido.

De entrada, da la sensación de haberse dictado con el propósito de eludir el aval judicial a las medidas sanitarias que exige el artículo 10.8 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa. Dicho de otro modo, hasta este momento las medidas de los Gobiernos autonómicos debían ser respaldadas por los respectivos Tribunales Superiores de Justicia de cada Comunidad Autónoma. Además, cualquier particular podía impugnarlas ante los Tribunales si consideraba que lesionaban sus derechos. Desde ahora, al figurar dichas medidas en una norma con rango de ley, parece querer sortearse dicho aval previo de la Justicia e impedir que los ciudadanos acudan directamente al Poder Judicial. Si, efectivamente, la razón última de la decisión del Gobierno de Canarias es sustraerse al control judicial tras haber recibido unos notables reveses del Tercer Poder, semejante objetivo es ilegítimo y vicia el contenido de la norma. Y, pese a que en sus ruedas de prensa el Ejecutivo regional niegue ese propósito, lo cierto es que es imposible no sospechar a tenor del objeto de la norma.

Conviene también recordar que los Decretos Leyes no pueden regular cualquier cuestión. Cada Estatuto de Autonomía impone las materias vedadas al Decreto Ley, pero a ellas hay que sumar las que figuran en el artículo 86 de la Constitución, donde se impone que esta concreta norma no puede afectar a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el título I de la Constitución. Así, pese a que los Tribunales Superiores de Justicia de Canarias, Andalucía, Galicia, Cantabria o Islas Baleares negaron que se pudiera exigir un certificado de vacunación o una prueba diagnóstica para acceder a determinados recintos (decisión avalada posteriormente por el Tribunal Supremo), argumentando para ello la afectación a los derechos de los ciudadanos, el Gobierno de Ángel Víctor Torres ha usado este Decreto Ley para habilitar que algunas actividades laborales, tanto públicas como privadas, puedan exigir el certificado de vacunación completa o pruebas diagnósticas negativas del Covid-19.

Para rematar, hasta resulta discutible que Canarias posea la competencia para legislar como lo ha hecho (invocando el artículo 141 de su Estatuto de Autonomía), puesto que ese precepto sólo otorga a nuestra CC.AA competencia para la ordenación y ejecución de las medidas destinadas a preservar, proteger y promover la salud pública dentro del desarrollo legislativo y de ejecución de la legislación estatal.

En definitiva, asistimos a un desconcierto generalizado en el que el Gobierno de la Nación ha lanzado a las Comunidades Autónomas a luchar contra una pandemia con el falaz argumento de que “contaba con herramientas suficientes” para ello.  La realidad demuestra más bien todo lo contrario: que las Autonomías se han visto abocadas a combatir sin armas eficaces y sin un ordenamiento jurídico que les proporcione la necesaria cobertura para ello.

¿De qué se habla cuando se habla de “tránsfuga”?

A raíz de la moción de censura presentada en la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia, cuyos efectos trascendieron a otros territorios autonómicos y a la estabilidad de algunos partidos políticos a nivel nacional, se ha vuelto a hablar del concepto de “tránsfuga”. Quizá lo más curioso haya sido la utilización de dicho término para referirse tanto a quienes, para defender la moción de censura, abandonaban el Gobierno de coalición murciano como a los que finalmente apoyaron al Ejecutivo, frustrando así la operación. Sabido es que en las pugnas dialécticas entre adversarios se recurre a los descalificativos con ligereza y que estos terminan por volverse como un bumerán contra aquellos que los profieren. Por ello, resulta conveniente reflexionar una vez más sobre qué se entiende por “tránsfuga” para clarificar el significado de dicha palabra.

El 7 de julio de 1998 se firmó por la mayor parte de las formaciones políticas existentes el denominado “Acuerdo sobre un código de conducta política en relación con el transfuguismo en las Corporaciones Locales”. Tal documento definía a los tránsfugas en la Administración Local como “los concejales que abandonen los partidos o agrupaciones en cuyas candidaturas resultaron elegidos”. Sin embargo, aquel pacto evolucionó y el 23 de mayo de 2006 se firmó otro en el que se ampliaba notablemente el concepto de transfuguismo por medio del siguiente tenor literal: “A los efectos del presente Acuerdo, se entiende por tránsfugas a los representantes locales que, traicionando a sus compañeros de lista y/o de grupo -manteniendo estos últimos su lealtad con la formación política que los presentó en las correspondientes elecciones locales-, o apartándose individualmente o en grupo del criterio fijado por los órganos competentes de las formaciones políticas que los han presentado, o habiendo sido expulsados de estas, pactan con otras fuerzas para cambiar o mantener la mayoría gobernante en una entidad local, o bien dificultan o hacen imposible a dicha mayoría el gobierno de la entidad”.

Estos acuerdos, en cualquier caso, no son normas jurídicas ni se tramitaron como una ley u otro tipo de disposición normativa. Sus efectos, pues, se circunscribían exclusivamente al ámbito político. Distinta es la visión que del concepto “tránsfuga” tienen las leyes. Así, por ejemplo, en la Exposición de Motivos de la Ley Orgánica 2/2011, de 28 de enero, por la que se modifica la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General, se habla del transfuguismo como una “anomalía que ha incidido negativamente en el sistema democrático y representativo y que se ha conocido como transfuguismo”, refiriéndose a la misma como “la práctica de personas electas en sus candidaturas que abandonan su grupo y modifican las mayorías de gobierno”.

Para entender este fenómeno desde un punto de vista jurídico, es preciso analizar lo que dice la Jurisprudencia. Nuestro Tribunal Constitucional ha negado sistemáticamente que, con las actuales normas, el partido político como tal pueda autoproclamarse receptor de la legitimidad de los votantes. Muy ilustrativa es su sentencia 10/1983, en la que se habla de la ilegitimidad constitucional de la pretendida conexión entre expulsión del partido y pérdida del cargo público, y todo ello por no ser viable que las decisiones de una asociación puedan romper el vínculo existente entre representantes y representados. En la sentencia se dice literalmente: “Al otorgar al partido la facultad de privar al representante de su condición cuando lo expulsa de su propio seno (…) el precepto infringe, de manera absolutamente frontal, el derecho de los ciudadanos a participar en los asuntos públicos a través de representantes”.

Una de las medidas contra el transfuguismo hace referencia a la creación de un grupo denominado de los “no adscritos” que, según el artículo 73.3 de la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local, está destinado a “aquellos que no se integren en el grupo político que constituya la formación electoral por la que fueron elegidos o que abandonen su grupo de procedencia”. En Canarias se produce una peculiaridad y es que, tanto nuestra Ley 7/2015, de 1 de abril, de Municipios, como nuestra Ley 8/2015, de 1 de abril, de Cabildos Insulares, amplían los supuestos en los que los concejales o consejeros deben pasar al grupo de los “no adscritos” a los que sean expulsados de sus formaciones políticas, yendo más allá de lo establecido en la Ley Básica Estatal (que también es de obligado cumplimiento para las Comunidades Autónomas), restringiendo así sus derechos económicos y de participación, al establecer que no será de aplicación a los miembros no adscritos la situación de dedicación exclusiva o parcial, como tampoco pueden ser designados para el desempeño de cargos o puestos directivos en las entidades públicas o privadas dependientes de la corporación, existiendo por ello dudas jurídicas sobre la plena validez de esta regulación más restrictiva, en contraposición a la Legislación Básica Estatal de aplicación y a la propia Constitución.

Más allá de los reproches morales, éticos y políticos asociados al fenómeno del transfuguismo, resulta imprescindible analizar un elemento crucial: si la representación y la legitimidad popular del acta de concejal, diputado o senador descansa sobre la persona o descansa sobre el partido político. En función de la opción elegida, el análisis tomará un camino u otro. Además, se trata de dos formas de entender la representación política incompatibles entre sí. El partido político pretende que sus miembros sean dóciles y obedientes a la hora de votar en los plenos de las instituciones políticas, sin que su postura personal sobre el asunto objeto de votación pueda tener incidencia alguna. Sin embargo, quienes ocupan los escaños consideran que son ellos, y no ninguna organización política, los que reciben el apoyo popular, consagrándose la prohibición de un mandato imperativo que les imponga el sentido de su voto. Actualmente conviven ambas posturas antagónicas y esa convivencia imposible produce las fricciones que hemos presenciado en las últimas semanas. Lo cierto es que, cuando este asunto tan peliagudo se pone encima de la mesa, no es habitual mantener una postura clara y uniforme, pues la percepción de que quien traiciona al electorado con sus decisiones es el propio concejal o, por  contra, es el partido al que pertenece, genera opiniones para todos los gustos. Lo que resulta incuestionable es que el actual sistema electoral padece una grave contradicción, habida cuenta que tanto la persona física como la formación política se atribuyen simultáneamente la representatividad popular. No hallamos, por tanto, ante otra importantísima reforma pendiente que nadie tiene intención de abordar para darle una solución definitiva.

Sobre penalizar las ideas, sus difusiones y sus incitaciones

En los últimos días se ha difundido la noticia de que el Grupo de Estudios de Política Criminal, formado por más de doscientos profesores, jueces y fiscales expertos en Derecho Penal, ha propuesto derogar el delito de ultrajes a España, despenalizar las injurias y limitar los delitos de calumnias y los de odio, de forma que las expresiones que no inciten directamente a la comisión de un delito queden fuera del Código Penal. Igualmente, el Gobierno ha reconocido que está trabajando en una reforma de nuestra normativa penal dirigida a modificar las sanciones relacionadas con la libertad de expresión.

Se trata de un asunto serio y trascendental para una Democracia, por lo que no procede que ninguna reforma ni ningún proyecto de ley estén influenciados por un concreto caso ni por una corriente de opinión pública pasajera. Se suele usar el término “legislar en caliente” para referirse a aquellos cambios legislativos con origen en un hecho o episodio de gran repercusión social que suscita un gran revuelo, dirigiéndose la intención de dicho cambio legislativo a contentar exigencias o acallar voces. Y tampoco esa vía es oportuna. Por ello, todas las Asociaciones de Jueces se han pronunciado también solicitando consenso para no reformar “en caliente” los delitos sobre libertad de expresión.

Cuatro son las ideas clave que deben tenerse en cuenta en relación a este tema como principios o pilares básicos de cualquier Estado Social y Democrático de Derecho:

Primera: La libertad de expresión es uno de los cimientos de nuestro modelo de convivencia. No sólo se trata de un derecho fundamental de cada concreto ciudadano, sino que supone un requisito imprescindible para la existencia de una Democracia y de una comunidad libre. Sin ella no existe pluralismo político, ni debate público de ideas, ni posibilidad de aspirar a un sistema democrático.

Segunda: Entre esas ideas cuya difusión debe permitirse como parte de la esencia misma de nuestro constitucionalismo, figuran las ideas contrarias a las nuestras, las que no nos gustan, las que nos desagradan, las que nos parecen desafortunadas, incluso las que nos repugnan. Como se establece en una de las sentencias del Tribunal Constitucional que muestro siempre a mis alumnos, la libertad de expresión comprende la libertad de crítica «aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática».

Tercera: Pero incluso esa libertad de expresión tiene límites y, en un Estado de Derecho, tales límites deben ser eficaces, exigibles y, en algunos casos, sancionables si son traspasados. Uno de ellos es el denominado “discurso del odio” y, para distinguir las expresiones amparables en Derecho de las que no lo son, es preciso dilucidar si lo manifestado es fruto de una opción legítima que pudiera estimular el debate tendente a transformar el sistema político o si, por el contrario, persigue difundir hostilidad e incitación al odio y a la intolerancia, totalmente incompatibles con el sistema de valores de una Democracia. Conforme a las recomendaciones del Consejo de Europa y a la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, hablamos de expresiones que incitan, promueven o justifican el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo o la intolerancia, incluyendo el nacionalismo agresivo y etnocéntrico, la discriminación y la hostilidad contra las minorías, los inmigrantes y las personas de origen inmigrante. En cualquier caso, como muy bien ha explicado en varios de sus artículos el profesor de Derecho Constitucional Miguel Presno Linera, una cosa es el “discurso del odio” (que claramente incita y fomenta las anteriores conductas) y otra diferente los “discursos odiosos” (que son los que nos parecen profundamente desafortunados, erróneos o mezquinos).

Cuarta: Como una manifestación de lo anterior plenamente reconocida por los tribunales internos y los internacionales, se halla el castigo al denominado “enaltecimiento del terrorismo”, con el que se pretende contrarrestar la loa y la justificación de acciones terroristas, incluyéndose la burla, el escarnio y la humillación de quienes han sufrido esta tragedia, así como la defensa y la exculpación de aquellos que utilizan dicho terrorismo como vía para conseguir sus fines.

Atendiendo a estos cuatro principios, existe margen para reformar y mejorar nuestro Código Penal. Siempre se generará alguna duda o controversia sobre los límites entre la difusión de una idea al amparo de nuestro Derecho y la precedencia de castigarla. Sin embargo, en la inmensa mayoría de supuestos resulta sencillo separar una de otra. La llamativa sentencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América en el caso Watts vs United States del año 1969 consideró libertad de expresión decir “si tuviera un rifle, la primera persona que querría tener en el punto de mira sería Lyndon B. Johnson”. La explicación radicaba en que un Jefe de Estado no puede incluirse en ningún caso dentro de la categoría de grupo minoritario o desfavorecido, y la reacción penal contra dichas manifestaciones encuentra su justificación en impedir la estigmatización que padecen los grupos vulnerables y dotarlos de protección.

El Tribunal Supremo de Facebook

El Consejo Asesor de Contenidos de Facebook, cuyo nombre oficial es “Oversight Board”, se puso en marcha a mediados de octubre. Popularmente denominado  “Tribunal Supremo de Facebook”, su misión consiste en revisar y establecer los criterios objetivos por los que el gigante tecnológico decide eliminar contenidos publicados en sus redes sociales. Está compuesto por cuarenta miembros de todo el mundo, procedentes de diversos sectores y a cargo de variados perfiles, que podrán seleccionar los casos sometidos posteriormente a revisión y ratificar o revertir las decisiones que se adopten.

El citado Consejo ofrece a los usuarios una vía de recurso o impugnación contra las decisiones de Facebook o Instagram sobre el borrado de las publicaciones. Inicialmente, los afectados pueden solicitar que la propia red social revise sus decisiones y, si no se sienten conformes con la respuesta final, iniciar un proceso de apelación ante dicho Consejo. El criterio de admisión de esas apelaciones es discrecional, por no decir arbitrario, dado que el número de solicitudes desborda con notoria claridad el volumen de asuntos capaces de ser tramitados por el órgano de referencia.

Por indicar cifras concretas, tras abrirse este servicio hace apenas dos meses, el “tribunal” en cuestión ya ha recibido más de 20.000 casos, resultando más que evidente la imposibilidad de atender todas esas reclamaciones, por lo que se pretende dar prioridad a los casos que afecten a numerosos usuarios a nivel mundial, que se alcen fundamentales para el discurso público o que planteen interrogantes importantes sobre las políticas de Facebook.

Una vez admitidos a trámite, el “Oversight Board” les asignará un panel de miembros que llevarán a cabo la revisión detallada en función de la información recibida, tanto de la persona que ha presentado la apelación como de la propia empresa. Posteriormente, adoptarán una decisión vinculante (lo que significa que Facebook deberá implementarla) y el Consejo redactará una explicación acerca de su decisión que estará disponible públicamente en su sitio web.

De las más de veinte mil reclamaciones, este Consejo eligió estos seis primeros casos:

1.- Facebook eliminó una publicación en Brasil en la que se veían ocho imágenes que describen los síntomas del cáncer de mama en las que se apreciaban pezones femeninos cubiertos y descubiertos. La red social las borró  al considerar que infringían su política sobre desnudos y actividad sexual de adultos.

2.- Facebook eliminó una publicación de un usuario con una captura de pantalla de dos tuits de Mahathir bin Mohamad, ​Primer Ministro de Malasia desde mayo de 2018 hasta febrero de 2020, en los que aseguraba que «los musulmanes tienen derecho a estar enfadados y matar a millones de franceses por las masacres del pasado». La plataforma alegó que tal publicación infringe su política sobre discurso del odio o incitación al odio.

3.- Facebook eliminó la publicación de dos fotos del niño Aylan Kurdi, el menor fallecido que yacía en la orilla de una playa turca tras el fallido intento de su familia de llegar a Grecia. Junto a estas dos fotografías, el post preguntaba en idioma birmano por qué no existen represalias contra el trato que da China a los musulmanes de la etnia uirgur. La red social explicó que esta supresión se debía a que el contenido infringía su política sobre discurso del odio o incitación al odio.

4.- Facebook eliminó un post sobre una cita atribuida supuestamente a Joseph Goebbels, Ministro de Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich en la Alemania nazi, sobre la irrelevancia de la verdad y la necesidad de apelar a las emociones y a los instintos en lugar de al intelecto. La empresa alegó que infringía su política sobre personas y organizaciones peligrosas y no permitía la presencia en Facebook de ninguna organización o persona que cometiera actos violentos o cuyos objetivos lo fueran.

5.- Facebook también eliminó fotos en las que se veían iglesias de Bakú, capital de Azerbaiyán, con un texto en el que se aseguraba que esta ciudad fue fundada por el pueblo armenio, y se preguntaba por el destino de estos templos. El usuario afirmaba que en Armenia (de mayoría cristiana) se están restaurando mezquitas, mientras que en Azerbaiyán (de mayoría musulmana) se están destruyendo iglesias, y que él se posiciona en contra del «ataque azerbaiyano» y el «vandalismo». La red social suprimió esta publicación alegando que infringía su política sobre el discurso del odio o incitación al odio.

6.- El último caso fue remitido al Consejo por el propio Facebook. Un usuario publicó un vídeo sobre un presunto escándalo de la agencia francesa responsable de la regulación de los productos sanitarios, en el que se aseguraba la denegación de la autorización del uso de la hidroxicloroquina y la azitromicina contra el Covid-19, pero se permitía el envío de correos electrónicos promocionales sobre el Remdesivir. Logró cerca de 50.000 reproducciones y fue compartido alrededor mil veces. Facebook decidió eliminar el contenido porque infringe su política de publicaciones alegando que «si bien entendemos que las personas suelen expresar desprecio o desacuerdo mediante amenazas o apelaciones a la violencia sin intenciones serias, eliminamos el lenguaje que incita a cometer actos graves de violencia o los hace posibles».

A mi juicio, sería deseable que cada uno de nosotros reflexionara sobre cuál sería nuestra decisión si formásemos parte de ese “Tribunal Supremo de Facebook” para, de ese modo, tener conciencia de qué modelo de sociedad queremos, qué tipo de redes sociales deseamos y qué espacio pretendemos dejar a la libertad de expresión en una sociedad democrática.

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