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Estado de alarma, estado de confusión

Tras casi cien días de estado de alarma y setenta y cinco jornadas más en busca de un escenario parecido a la normalidad, todo parece indicar que no avanzamos según lo esperado. La finalización del periodo vacacional, unida al inicio del curso escolar y al enorme cansancio del conjunto de la sociedad ante la prolongación de una situación tan anómala, insegura y dolorosa, requería de un anuncio de tiempos mejores o de la proclamación de una etapa de estabilidad y bonanza pero, por desgracia, no va a ser así. A prácticamente medio año vista de la entrada en vigor del citado estado de alarma como consecuencia de la pandemia de coronavirus, el mensaje que se nos transmite es la llegada de un porvenir incierto ante el que el propio Presidente del Gobierno propone que sean los responsables de los diecisiete Ejecutivos autonómicos quienes ahora soliciten la citada medida.

Ante una eventual repetición de coyunturas ya vividas, considero que es preciso aclarar determinadas cuestiones acerca de la regulación de los estados excepcionales, con independencia de que se defienda que la actual normativa vigente, destinada a combatir las tragedias sanitarias, sea obsoleta, desfasada o, incluso, inútil para la cruda realidad que acontece.

1.- El Estado de alarma se aprueba por el Gobierno del Estado, lo que implica que es responsabilidad de este órgano (y no de otro) ponderar si se dan los presupuestos de hecho para su proclamación, así como adoptar las medidas oportunas para retornar a la normalidad lo antes posible, siendo el Ejecutivo el que defienda ante las Cortes Generales las ulteriores prórrogas que estime necesarias si un primer plazo de quince días no resultara suficiente para resolver la tesitura.

2.- Es verdad que el artículo 5 de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio establece que cuando los hechos que motivan y justifican el estado de alarma afecten exclusivamente a todo o a parte del ámbito territorial de una Comunidad Autónoma, su Presidente podrá solicitar al Gobierno central la declaración del citado estado. El término “exclusivamente” no es mío, sino que se recoge así en la ley, resultando suficientemente ilustrativo su significado. En todo caso, se trata de una mera solicitud que no modifica ni la competencia ni la responsabilidad de la institución llamada a tomar la decisión (el Gobierno del Estado).

3.- Asimismo, el artículo 7 establece que, a los efectos del Estado de alarma, la autoridad competente será el Gobierno del Estado o, por delegación de éste, el Presidente de la Comunidad Autónoma, pero sólo cuando la declaración afecte exclusivamente a todo o parte de su territorio. De nuevo se utiliza el término “exclusivamente” y de nuevo dota al precepto de un inequívoco significado. Si el problema fuese global y afectara a varias Comunidades Autónomas, tal autoridad no podría delegarse, debiendo el Ejecutivo central tomar el mando de una crisis que, por sus repercusiones sobre un conjunto de territorios, requeriría de una estrategia acorde con la amplitud del ámbito territorial afectado.

4.- La declaración del Estado de alarma no suspende los derechos fundamentales ni los principios básicos de nuestro modelo constitucional, ni paraliza el control del Ejecutivo por el Parlamento, ni supone un apagón “de hecho” de las leyes y normas en vigor. Ciertamente se puede limitar la circulación y la permanencia de personas y vehículos a horas y en lugares determinados, e impartir las órdenes necesarias para asegurar el abastecimiento de los mercados. Se puede asimismo limitar o racionar el uso de servicios y el consumo de artículos de primera necesidad pero, si se quiere ir más allá, caben sólo dos alternativas: o decretar el estado de excepción o modificar la actual normativa sobre el estado de alarma.

5.- Aparte del estado de alarma, existen otros mecanismos para enfrentarse a una enfermedad altamente contagiosa. La Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública permite a las autoridades sanitarias adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato. También se prevé el tratamiento y hospitalización de quienes constituyan un peligro para la salud de la población debido a su contagio. Cabe, además, una llamada genérica a otras posibles medidas que, por su falta de concreción, tampoco pueden suponer una derogación “de facto” y sin control de los derechos y libertades de la ciudadanía.

En estos últimos meses hemos asistido a auténticas ignominias jurídicas justificadas en la necesidad de controlar la enfermedad y en el miedo a sus consecuencias: Decretos Leyes del Gobierno modificando Leyes Orgánicas del Parlamento; suspensión “de facto” de derechos durante el desarrollo del Estado de alarma; adopción de medidas limitativas de las libertades de la generalidad de los ciudadanos por medio de resoluciones gubernamentales que ni siquiera adoptaban la forma de Decreto; grupos políticos solicitando que las decisiones tomadas por los Ejecutivos en el contexto de la crisis sanitaria no pasaran por el control de los jueces, etc.

Existen demasiadas personas que consideran que, en situaciones como la que padecemos actualmente, las normas y las leyes son secundarias y deben doblegarse sin quejas con tal de lograr el objetivo. Ya se sabe: la vieja teoría de lo urgente por encima de lo importante y lo (supuestamente) necesario por delante de lo deseable. Por lo visto para ellos, cuando la crisis entra por la puerta, el Derecho debe salir por la ventana. Sin embargo, si esta forma de proceder se admite, nos situaría ante un precedente que, como ocurre con todos los precedentes, se repetiría en el futuro. Por consiguiente, nuestros valores y principios constitucionales únicamente nos servirán si nos atenemos a ellos incluso cuando no nos convengan. Por el contrario, si únicamente recurrimos a ellos en épocas de tranquilidad y bonanza, no dejarán de ser más que papel mojado.

El colapso judicial de ayer, hoy y siempre.

El pasado 29 de abril se publicó en el Boletín Oficial del Estado el Real Decreto-Ley 16/2020, de 28 de abril, de medidas procesales y organizativas, para hacer frente al COVID-19 en el ámbito de la Administración de Justicia. El estado de alarma determinó la paralización de la gran mayoría de procedimientos judiciales y ralentizó el trabajo de buena parte de los funcionarios de dicha Administración. El Poder Judicial quedaba interrumpido casi en su totalidad. Desde el Gobierno de la Nación se anunciaron medidas para combatir el colapso en los juzgados y tribunales, tanto a causa de los meses de suspensión de la actividad judicial como por la presumible avalancha de escritos, procedimientos y litigios que se originarán en cuanto se restablezca la normalidad. El mensaje que se lanzaba a la opinión pública era que la crisis del coronavirus generaría una situación preocupante en el denominado Tercer Poder que acarrearía retrasos, acumulación de tareas y desbordamiento inasumible a los funcionarios que realizan la importantísima labor de impartir justicia.

Sin embargo, esta imagen que ahora se pretende transmitir a la ciudadanía no es cierta. Nuestros juzgados y tribunales no se verán colapsados por la pandemia sanitaria porque ya se estaban colapsados desde hacía muchos años. Esa sobrecarga de trabajo, con decenas de miles de expedientes acumulados, retrasos en el enjuiciamiento de los litigios y tediosas dilaciones en la ejecución de sentencias, constituye una enfermedad en sí misma que nuestro sistema judicial padece desde hace décadas, sin que nadie se ocupe seriamente de revertir tan amarga realidad.

Quienes, de algún modo, trabajan en contacto con los tribunales, así como los ciudadanos que se ven obligados a recurrir a los jueces para dirimir sus conflictos, saben a ciencia cierta que el rebosamiento de los órganos que integran el Poder Judicial es tan habitual como asumido por nuestros responsables políticos con una desesperante normalidad. Demandas de despido de trabajadores con fechas de juicio años después de su presentación; reclamaciones contra la Banca por cláusulas abusivas que tardan más de un trienio en resolverse; procedimientos que, en teoría, se tramitan con urgencia por afectar a Derechos Fundamentales, pero que se desarrollan al mismo ritmo que el resto de procesos; jueces que limitan el número de testigos o de pruebas a practicar para así poder celebrar todas las vistas que tiene previstas; o funcionarios con las mesas, las estanterías e, incluso, el suelo invadido de expedientes que esperan y esperan. Esa era la cruda realidad de nuestra Administración de Justicia antes del COVID-19 y seguirá siendo la misma cuando finalice el Estado de Alarma. De ahí la famosa maldición española de “tengas pleitos y los ganes”.

Considerar que el colapso acecha a nuestros tribunales como consecuencia del Covid19 significa querer negar la realidad. Asimismo, pretender resolver o mitigar el problema habilitando las fechas del 11 al 31 de agosto o potenciando durante unos meses la celebración de vistas mañana y tarde es como aspirar a cortar una hemorragia con una tirita. Obviamente, el Estado de Alarma supone un empeoramiento del escenario, pero las causas de fondo no derivan de un virus ni se remontan al 14 de marzo.

La Administración de Justicia nunca ha representado una prioridad para los Ejecutivos de nuestro país, con independencia de las variantes ideológicas que han ocupado el sillón de la Moncloa a lo largo de la Historia. La media europea de jueces se sitúa en 21 por cada 100.000 habitantes, mientras que en España se reduce a 12. Por lo que se refiere a los fiscales, la media se traduce en 11 por cada 100.000 habitantes en los países de nuestro entorno, cifra que aquí cae hasta 5 (en este caso, menos de la mitad). Los números resultan también deprimentes cuando se comparan las inversiones, ya que a menudo nos mantenemos en esa mitad respecto a varios países vecinos.

Para colmo de males, con semejante escasez de personal y de medios, ha de hacerse frente a una de las tasas más elevadas de litigiosidad del mundo. Ya en su discurso inaugural del año judicial 2015, el Presidente del CGPJ y del Tribunal Supremo la cifró en aproximadamente 185 asuntos por cada mil habitantes, la más alta de la Unión Europea y, según otro informe sobre la materia, España es el tercer país de la OCDE con mayor número de pleitos por cada mil habitantes.

Visto lo visto, si realmente se quieren tomar en serio la Justicia y luchar para evitar su colapso, nuestros políticos deben invertir urgentemente en su Administración tratándola como lo que es, uno de los pilares esenciales sobre los que se asienta el Estado de Derecho. Y si la ciudadanía desea contar con una Justicia de calidad, ha de exigir a sus dirigentes que se ocupen de dotarla de medios personales y materiales, y de reforzar la independencia de sus órganos. De lo contrario, esta paralización continuará en el futuro tal y como sucedía antes del coronavirus y degenerará en una enfermedad crónica e irreversible.

Participación ciudadana y transparencia en tiempos del coronavirus

Participación ciudadana y transparencia en tiempos del coronavirus (*)

(propuesta concreta de participación ciudadana en la elaboración de las normas en tiempos excepcionales)

En tiempos de coronavirus, con la normativa acelerada, masiva y dictada con máxima premura por el Gobierno, la participación ciudadana en los proyectos normativos de todo rango es imposible conforme a las reglas ordinarias de audiencia y consulta pública. Pero si por las circunstancias quedan suprimidos los cauces ordinarios de participación, hay que buscar otros, y aquí se va a efectuar una novedosa propuesta concreta al respecto. En época de emergencia social y necesidad de esfuerzo colectivo es más importante que nunca para el interés general que personas cualificadas con datos y conocimientos jurídicos tengan capacidad real y efectiva de hacer llegar al Gobierno y a la oposición, por cauces transparentes y objetivos, las necesidades y las propuestas de soluciones jurídicas, para procurar que las normas que se dicten sean las más idóneas en los ámbitos del ordenamiento jurídicos en los que hay carencias, que son todos, y que, además, dichas normas estén correctamente redactadas conforme a criterios de legalidad, seguridad jurídica y técnica normativa.

Cuando circunstancias extraordinarias como los estados regulados por la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio, imponen que en la práctica desaparezcan los filtros prelegislativos y legislativos y todos los mecanismos de participación ciudadana, no es aceptable que solo sea posible hacer propuestas por contactos personales (quien los tenga), o de partido (quien este afiliado a un partido). Y tampoco puede permitirse que se deje la puesta en conocimiento de problemas y soluciones y el asesoramiento en manos de lobbys de actuación opaca y para los cuales sigue sin existir un registro y una regulación certera.

Desde que se publicó el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, son cientos los Reales Decretos Ley, Reales Decretos, Órdenes Ministeriales y Resoluciones que cambian y regulan decenas sectores y materias. Y es evidente que ni ningún Gobierno ni ninguna oposición disponen de los medios para que no se le pasen por alto situaciones, sectores, especificidades que sí pueden ser advertidos por los profesionales de diferentes ramas jurídicas que deben aplicar, estudiar o ejecutar las medidas declaradas por el Gobierno. Los principios de servir con objetividad a los intereses generales y actuar con eficacia del artículo 103 de la Constitución imponen que ningún esfuerzo de la sociedad civil para efectuar propuestas de mejora caiga en el vacío por falta de cauce.

Nuestro planteamiento es conceptualmente muy distinto de los mecanismos tradicionales, inoperantes en situación de emergencia social, de la Ley Orgánica 4/2001, de 12 de noviembre, reguladora del Derecho de Petición, y de la mera información pública de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas o de la Ley 50/1997 del Gobierno conforme al artículo 105 de la Constitución. No se trata ni de que el Gobierno esté obligado a responder una petición ni de recabar o emitir opiniones.

Se trata de instaurar y regular un cauce ágil de participación que permita dirigir propuestas concretas urgentes y motivadas, tanto de modificación como de nueva regulación, al Gobierno del Estado, dando cuenta de las mismas también a los Grupos Parlamentarios de las Cortes Generales. Y ello es técnica, constitucional y legalmente posible.

Las propuestas se presentarían a través de una página web oficial con un formulario público accesible con firma digital, es decir, no serían admisibles propuestas anónimas, y debería incluir una concreta identificación del proponente, del problema, la concreta redacción normativa propuesta y una argumentación jurídica sobre la necesidad de la reforma, así como un análisis de las administraciones que pueden verse implicadas; todo ello con limitación de espacio para texto, como único sistema posible de que propuestas masivas pueda procesarse con la máxima rapidez. Para garantía de la seriedad y técnica legislativa de las propuestas en fondo y forma, entendemos que deberán ir firmadas por un jurista (sin perjuicio de posibilitar propuestas colectivas donde se adhirieran más personas con o sin vinculación con el mundo del Derecho), incluyendo en este concepto no sólo a los abogados, sino a cualquier profesional jurídico (profesor universitario, funcionario de carrera, notarios, registradores, etc.). Las propuestas deberían estar dotadas de publicidad externa en lo referido a los nombres de los proponentes, al contenido y la justificación y, en su caso, tramitación posterior de las aportaciones, en aplicación de los principios y mandatos de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno, que tiene por objeto ampliar y reforzar la transparencia de la actividad pública, regular y garantizar el derecho de acceso a la información relativa a aquella actividad y establecer las obligaciones de buen gobierno que deben cumplir los responsables públicos.

Y puesto que se trata de que problemas y soluciones lleguen tanto al Gobierno como a la oposición, automáticamente y con un simple filtro formal, a nuestro juicio el órgano administrativo más idóneo para poner en marcha esta iniciativa y gestionarla sería la Secretaria de Estado de Relaciones con las Cortes y Asuntos Constitucionales, de la que dependen la Dirección General de Relaciones con las Cortes y la Dirección General de Asuntos Constitucionales y Coordinación Jurídica, en el Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática, tanto por su conexión con el Parlamento, como por la materia constitucional que lleva implícita, como por su capacidad operativa. En cuanto a la oposición, parece lógico que se remitiera la información de forma automática a la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados, ya que es comisión permanente, en ella están todos los grupos parlamentarios y a ella se remiten las comunicaciones del Gobierno sobre el estado de alarma.

Una página web de esta índole no requeriría gran coste ni desde el punto de vista informático ni de personal y, en cuanto a técnica legislativa, bastaría una simple orden ministerial. La otra posibilidad es seguir como estamos: con lobbys y contactos, con cero transparencia y desaprovechándose aportaciones valiosas. O sea, en una situación que España no puede permitirse.

(*) Artículo redactado por Verónica del Carpio Fiestas, Doctora en Derecho y profesora de Derecho Civil, y Gerardo Pérez Sánchez, Doctor en Derecho y profesor de Derecho Constitucional.

Amenazas y retos jurídicos tras el coronavirus

Es evidente que la pandemia del coronavirus supone un desafío global sin precedentes en la Historia moderna y, a buen seguro, marcará un antes y un después en nuestras vidas y en nuestra forma de organizarnos socialmente. En primer lugar, nos sitúa ante una crisis sanitaria. Tanto el número de contagiados, enfermos y fallecidos como la puesta al límite de hospitales y centros de salud dan buena prueba de ello. Pero la citada crisis sanitaria está derivando en otra también gravísima, que es la económica. Los cierres masivos de negocios, los despidos y los ERTE (Expedientes de Regulación Temporal de Empleo) suponen ya la utilización del concepto de “economía de guerra” para describir la terrible situación que estamos atravesando. A todo lo anterior ha de añadirse una afectación muy relevante en el ámbito de las relaciones personales. Desde familias sin posibilidad de mantener sus visitas habituales a personas que no pueden acompañar ni despedir en sus últimos momentos a los seres queridos. La devastación que comporta el COVID-19 es sobrecogedora.

Esta epidemia conlleva, asimismo, graves amenazas sobre nuestro sistema jurídico, no solo en cuanto a nuestro modelo de Gobierno, sino también en lo relativo a la Administración de Justicia, al tener ambos que enfrentarse a situaciones inéditas para las que, seguramente, no estaban preparados. Ahora es momento de concentrar los esfuerzos para salir de este estado de alarma. Pero, cuando esta situación acabe, procede a mi juicio revisar determinadas previsiones normativas a fin de regular mejor la preparación y la respuesta de nuestros servicios públicos e instituciones ante fenómenos que, por lo que apuntan los expertos, pueden repetirse en el futuro.

Nuestro propio sistema parlamentario se ha visto afectado. De hecho, el pasado 12 de marzo la presidenta del Congreso de los Diputados, Meritxell Batet, anunció que la actividad de la Cámara quedaría aplazada durante dos semanas, de acuerdo con lo acordado por la Junta de Portavoces y las autoridades sanitarias. Se preveía únicamente mantener la necesaria convocatoria del Pleno para la convalidación o no de los Reales Decretos Ley aprobados por el Gobierno y la prórroga del estado de alarma, quedando anuladas por completo las denominadas “sesiones de control” y paralizada cualquier otra actividad. En el mismo sentido, el Senado también ha aplazado sus sesiones de trabajo.

El Ejecutivo queda, pues, en un escenario insólito de actuación no supeditada al preceptivo control de la Asamblea, reforzándose la ya marcada tendencia hacia un sistema más presidencialista y menos parlamentario. Dicha evolución se venía observando con anterioridad, siendo alertada y criticada por los estudiosos de nuestro modelo constitucional, de modo que ahora, con más argumentos si cabe, se hace preciso denunciar este continuo cambio que tiende a debilitar al Parlamento y a fortalecer al Ejecutivo.

Con independencia de las actuales medidas sanitarias, este declive de la Cámara Baja y el traslado progresivo del centro de gravedad del sistema constitucional de ella hacia el Gobierno es un hecho que se ha venido forjando durante décadas. La concentración de poder en los aparatos de los partidos, la denominada “disciplina parlamentaria” (que implica el sometimiento casi unánime de diputados y senadores a las órdenes de sus respectivos líderes) y la ruptura de esa teórica relación entre la persona física que ocupa el escaño y el votante que legitima dicha presencia en el hemiciclo (si bien suele emitir su voto en función de las siglas y los líderes nacionales, y no en atención a los nombres y apellidos que figuran en la papeleta) favorecen una crisis del sistema parlamentario que, tras el confinamiento, invitará a su reforma y reorganización.

La Administración de Justicia ha quedado igualmente semiparalizada, condenando a millones de ciudadanos a una especie de hibernación judicial. Si en algunos casos los juzgados ya acumulaban retrasos y dilaciones inasumibles, en estas circunstancias el problema se acrecienta. Por lo tanto, finalizado el estado de alarma, se hará necesario revisar el tratamiento dado a uno de los pilares básicos de todo Estado de Derecho. Trabajadores que esperaban meses y hasta años para la resolución de sus demandas de despido, consumidores que aguardaban largo tiempo algún pronunciamiento sobre sus reclamaciones por cláusulas abusivas, padres y madres que soportaban etapas interminables sin poder ver a sus hijos ni regularizar sus situaciones familiares, y así un largo etcétera, constatarán con horror que solo les queda continuar armándose de paciencia hasta que mejore dicha Administración de Justicia llamada a resolver  sus litigios.

Los problemas que se veían venir con claridad meridiana, se agudizan ante esta tesitura. En consecuencia, habrá que extraer lecciones de esta crisis para, cuando llegue a su fin, abordar los cambios imprescindibles en nuestros juzgados y tribunales, dotándoles de más jueces y fiscales y mejores medios, entre ellos una inyección presupuestaria en formación y una serie de reformas legislativas para que el denominado Tercer Poder no pierda su posición esencial.

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