Tag Archives: Cataluña

Elecciones, pandemias y vacíos jurídicos

El 21 de diciembre de 2020 se dictó el Decreto 147/2020 de disolución del Parlamento de Cataluña y de convocatoria de elecciones, a tenor de la incapacidad de los grupos políticos de dicha Asamblea autonómica para proponer un candidato a Presidente o Presidenta de la Generalitat tras la ejecución de la sentencia que inhabilitó a Quim Torra por la comisión de un delito de desobediencia. Es evidente que cuando se convocaron las elecciones continuaba vigente el Estado de Alarma amparado en el Real Decreto 926/2020, así como también su extraña y sospechosa prórroga hasta las 00:00 horas del día 9 de mayo de 2021. Por supuesto, permanecíamos en plena pandemia descontrolada y, por lo tanto, se sabía con certeza que los comicios se desarrollarían en una coyuntura excepcional, en plena batalla contra el coronavirus.

Así las cosas, el 15 de enero se dictó el Decreto 1/2021 por el que se dejaba sin efecto la celebración de las elecciones al Parlamento de Cataluña previstas para el 14 de febrero, como consecuencia de la crisis sanitaria causada por el Covid-19. En dicha resolución se afirmaba que “las circunstancias sanitarias impiden garantizar las condiciones para el desarrollo de un proceso electoral en libertad de concurrencia, votación y ejecución sin solución de continuidad, ya que la ciudadanía no podría asistir libremente a los actos de precampaña, campaña electoral y votaciones”, y enlaza con lo anterior indicando que tal situación “no permite garantizar a la ciudadanía ni a los partidos (…) la participación y el ejercicio del derecho de sufragio en igualdad de condiciones y oportunidades, ya que una votación en la que no se pueda efectuar una campaña electoral en condiciones dificulta el debate público entre los candidatos y que el electorado pueda conocer los diferentes programas para decidir su voto”. En otro apartado del Decreto, se trataba de argumentar la medida adoptada diciendo que la situación derivada del Covid-19 “puede alterar la decisión concreta de ir o no a votar y que el resultado final no responda a la voluntad de la colectividad si las personas contagiadas, en cuarentena, vulnerables o ubicadas en determinados ámbitos territoriales no pueden desplazarse para ir a votar”. En definitiva, se utilizaban para justificar la cancelación de las elecciones unos argumentos que debían ser conocidos o, al menos, previstos cuando se convocaron, por no mencionar lo cuestionable que resulta hoy en día la celebración de mítines o actos multitudinarios como única vía para transmitir mensajes o movilizar al electorado.

En cualquier caso, la cuestión no radica en si es o no conveniente desconvocar ante una situación de alerta sanitaria unos comicios previamente convocados. Desde el punto de vista jurídico, la pregunta es si, una vez convocados en situación de Estado de Alarma y plena pandemia, quien lo hace tiene la facultad de dar marcha atrás, ya que tal posibilidad no está prevista ni en la Ley Orgánica de Régimen Electoral General ni en las Leyes Autonómicas que regulan las elecciones en las Comunidades Autónomas. Cierto es que existe un antecedente. En 2020, los procesos electorales del País Vasco y Galicia se aplazaron de su primera fecha prevista, pasando del 5 de abril al 12 de julio. En aquella ocasión sí se realizó, pese a existir el mismo vacío legal que ahora persiste. Pero si dicha posibilidad no estaba contemplada ni prevista ¿cuál ha sido la diferencia entre el aplazamiento de las elecciones gallegas y vascas (que prosperó) y el de las elecciones catalanas (que ha quedado anulado)? Pues que en este segundo caso, alguien decidió recurrir y acudir a los Tribunales.

Las elecciones a cualquier Parlamento están reguladas por normas jurídicas y, en el caso de que un tribunal deba pronunciarse sobre las mismas, también ha de hacerlo fundando su decisión en Derecho. Aquí no valen las conveniencias ni las opiniones sobre lo que se considera mejor o peor. Ante la Justicia sólo vale (y sólo tiene que valer) lo que se ajusta a Derecho. ¿Por qué ha decidido el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña anular el Decreto que dejaba sin efecto las elecciones? Porque los Magistrados han tenido en cuenta, en primer lugar, que la decisión de suspensión de unos comicios ya convocados no está prevista en nuestro ordenamiento jurídico. Pero, además, porque han valorado que existe un especial interés público en la celebración de estas elecciones, habida cuenta que, si no se celebran en la fecha señalada, se abre un periodo prolongado de provisionalidad que afecta al normal funcionamiento de las instituciones democráticas. También se ha tenido en cuenta que esta decisión afecta al Derecho Fundamental de sufragio activo y pasivo, y no es posible, con la regulación del Estado de Alarma en la mano, privar a la ciudadanía de acudir a votar. Igualmente, los jueces analizaron las demás medidas restrictivas que estaban aplicándose y que permitían los desplazamientos y posibilitaban la realización de otras actividades compatibles con ir a las urnas (con independencia de que también sea viable recurrir al voto por correo).

Lo ideal hubiese sido reformar la normativa electoral para incluir esta situación actualmente ausente de los textos y, de ese modo, darle cobertura legal. Resulta innegable que desde el 14 de marzo de 2020 han dispuesto de tiempo más que de sobra para abordar legislativamente este asunto. Sin embargo, no han sabido o no han querido. Sea como fuere, es preciso transmitir a la sociedad que el controvertido fallo del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña no se ha dictado en términos de mera conveniencia. El trasfondo nunca versó sobre si era mejor o peor celebrar o suspender las elecciones, sino si la decisión era jurídicamente válida, tanto en lo relativo a la competencia de la autoridad que suspendió la votación como a la correcta ponderación de los derechos afectados por la misma.

Y, por enésima vez, tengo que denunciar el hecho arraigado de que, cuando la urgencia y la emergencia entran por la puerta, el Derecho sale por la ventana. Demasiadas autoridades han forzado al máximo sus habilitaciones y facultades (hasta, en algunos casos, quebrantarlas), amparándose en el razonamiento de estar adoptando las medidas necesarias para luchar contra el virus, en la línea del viejo aforismo “el fin justifica los medios”. Ahora bien, cabe indicar que los niveles de inseguridad jurídica que estamos padeciendo de un tiempo a esta parte son, asimismo, otra modalidad de pandemia, que afecta en este caso al Estado de Derecho y a los derechos de los ciudadanos. Si procede reformar nuestras normas para adecuarlas a estos momentos convulsos, hágase. Pero, si no, las facultades para limitar derechos e, incluso, suspenderlos no deben darse por supuestas, ni menos aún pueden fundamentarse simplemente en que, dadas las circunstancias, se considera lo mejor.

Mesas de diálogo y sillas de pensar

Desde hace algunas semanas se ha puesto en marcha en España una denominada “mesa de diálogo” entre miembros del Gobierno del Estado y del Ejecutivo de Cataluña. Tal vez una primera reacción ante tal medida pudiera animar a su apoyo y aplauso, pues nada resulta más saludable en democracia que la conversación, el debate y el cruce de pareceres entre actores con cargos y responsabilidades públicas, máxime teniendo en cuenta que, tras años de desafíos, pugnas, sentencias y condenas, la solución al denominado “problema catalán” no parece estar cerca. Sin embargo, no faltan motivos para la preocupación, la sospecha y el recelo, toda vez que la disparidad de objetivos y el sometimiento a reglas muy diferentes entre las partes parecen evidenciar, no solo un alto riesgo de fracaso, sino una evidente erosión de las normas y los principios elementales de todo Estado de Derecho.

Comparo muy metafóricamente las reuniones de esta “mesa de diálogo” con dos grupos de personas que deciden reunirse para jugar un partido. Uno de ellos se presenta en la cancha con la equipación y el balón de un concreto deporte (por ejemplo, fútbol) y el otro con la vestimenta y la pelota de otro diferente (digamos, baloncesto). Por muchas ganas que tengan de jugar, el encuentro no será viable y, si cada uno se empeña en participar, aunque el reglamento que pretendan aplicar sea distinto al del adversario, lo que ocurrirá dentro del terreno de juego será un desastre. En el caso que nos ocupa, atendiendo a las declaraciones de unos y otros, mucho me temo que acuden a la “mesa de diálogo” a conversar con reglas distintas y objetivos, no solo contrapuestos, sino incompatibles.

La cuestión radica en si es posible negociar y llegar a acuerdos cuando, además de partir de hipótesis irreconciliables, los interlocutores se sienten, además, vinculados por normas diferentes. ¿Cabe que, de una parte, el Gobierno de la Nación insista en que los acuerdos se tomarán dentro del marco de la Constitución y, de otra, las autoridades catalanas insistan en la autodeterminación como objetivo irrenunciable? ¿Es siquiera lógico pensar en una mínima posibilidad de éxito cuando, por un lado, se asegura que las conversaciones serán respetuosas con la legalidad mientras que, por otro, se proclama abiertamente la reincidencia de unos hechos ya calificados y sentenciados por los Tribunales como delitos de sedición, malversación o desobediencia? ¿Se puede en un Estado de Derecho pactar con quien se jacta y defiende abiertamente no sentirse vinculados por las sentencias del Tribunal Constitucional o con quien considera que nuestras normas constitucionales ya no les son de aplicación?

Llegado a este punto, confieso que soy pesimista y únicamente vislumbro en el horizonte dos opciones, y ambas malas (o muy malas). La primera, que tras varios encuentros no se avance en la resolución del problema y éste se enquiste hasta cronificarse. La segunda, que en la citada “mesa de negociación” se alteren y modifiquen reglas esenciales de nuestro modelo territorial dejando al margen los cauces procedimentales previstos para ello, cambiando uno de los pilares básicos de nuestra forma de organización como es el Estado Autonómico (conviene aquí recordar que ninguno de los integrantes de esa “mesa”, ni a título personal ni como cargo público, posee legitimidad ni autoridad para alterar o redefinir nuestras reglas de juego).

A mi juicio, procede extraer un par de conclusiones negativas. Una es la total inoperancia y la absoluta ineficacia de las instituciones oficiales para afrontar y resolver este tipo de controversias y conflictos. Al parecer, los Parlamentos ya no sirven para encauzar los diálogos entre formaciones políticas de distinto signo y se hace necesario trasladar las correspondientes conversaciones a una “mesa” ajena a las Asambleas representativas, y sin la exigible transparencia que implican los debates parlamentarios. Sin duda, un nuevo varapalo para dichas Cámaras, que siguen perdiendo protagonismo dentro de un sistema denominado, pese a todo, parlamentario, en favor de reuniones particulares a puerta cerrada. Y la otra, tal y como se desprende de los comunicados publicados por los negociadores, que lo que allí se decida (si es que se llega a decidir algo) será sometido “a validación democrática a través de consulta a la ciudadanía de Cataluña”, sin mención alguna al resto de ciudadanos españoles que, por lo visto, no tenemos nada que decir.

Para que la “mesa de diálogo” tenga éxito, quizás haya que redefinir previamente conceptos tan básicos, elementales y esenciales en un Estado Social y Democrático de Derecho como el principio de legalidad, la jerarquía normativa, la seguridad jurídica y el sometimiento pleno a la ley, imprescindibles en cualquier Estado Constitucional. Sería, pues, conveniente que, antes de sentarse en esas “mesas de diálogo”, cada participante pasara con antelación por una “silla de pensar” y reflexionara sobre el tipo de Estado Constitucional y de Derecho que pretende dejarnos a todos los españoles.

 

Lo que separa al derecho del delito

Una de las primeras ideas que traslado a mis alumnos cuando les explico la parte de la asignatura de Derecho Constitucional referida a los Derechos Fundamentales, es que no existe ningún derecho ilimitado y absoluto. Todos encuentran en algún momento un límite, normalmente cuando su ejercicio termina afectando a otro derecho igualmente fundamental de otra persona, o cuando para su efectividad se requiere del cumplimiento de determinados requisitos o formalidades. Nada hay más importante para una sociedad que el hecho de que su ciudadanía pueda ejercer sus derechos con libertad. Sin embargo, en cualquier modelo democrático y en todos los sistemas constitucionales vienen de la mano de ese elenco de derechos una serie de obligaciones esenciales para la convivencia pacífica de la ciudadanía. Desde el principio ético de que el derecho de una persona termina donde empieza el de otra, hasta los planteamientos más jurídicos que vinculan la práctica de tales derechos con el orden público, se parte de una premisa teórica lógica e innegable: mis derechos no pueden implicar la vulneración de los de mis vecinos, conocidos o desconocidos, que también ocupan su lugar dentro de la sociedad.

En todo Estado Democrático y en todo Estado Constitucional el derecho a manifestarse, a protestar y a difundir públicamente ideas políticas o, simplemente, ideas, constituye un pilar básico y elemental. Nuestra Carta Magna los recoge en los artículos 21 y 20.1 a), desarrollados principalmente en la Ley Orgánica 9/1983, de 15 de julio. Un país no puede calificarse de libre, democrático y constitucional si tales acciones se restringen, cercenan o coartan hasta hacerlas ineficaces e irreconocibles, llegando incluso hasta su desaparición. Ello, sin embargo, no significa que se ampare cualquier forma de protesta, ni que para el ejercicio de los derechos anteriormente citados deban tolerarse acontecimientos como los presenciados recientemente en las calles de Cataluña.

Tal y como viene señalando nuestro Tribunal Constitucional en infinidad de sentencias, el derecho de reunión “es una manifestación colectiva de la libertad de expresión ejercitada a través de una asociación transitoria, siendo concebido por la doctrina científica como un derecho individual en cuanto a sus titulares y colectivo en su ejercicio, que opera a modo de técnica instrumental puesta al servicio del intercambio o exposición de ideas, la defensa de intereses o la publicidad de problemas o reivindicaciones, constituyendo, por lo tanto, un cauce del principio democrático participativo, cuyos elementos configuradores son, según la opinión dominante, el subjetivo -una agrupación de personas-, el temporal -su duración transitoria-, el finalístico -licitud de la finalidad- y el real u objetivo -lugar de celebración-”.

Conforme a nuestra Constitución, este derecho debe ejercitarse de forma “pacífica y sin armas” y, en los casos de reuniones en lugares de tránsito público y manifestaciones, deberá existir una “comunicación previa a la autoridad”, que solo podrá prohibirlas cuando “existan razones fundadas de alteración del orden público, con peligro para personas o bienes”. Fuera de estos parámetros, podemos hallarnos frente a actuaciones que no estén amparadas por ningún Derecho Fundamental e, incluso, estar hablando de comisión de delitos.

El artículo 513 del Código Penal establece que “son punibles las reuniones o manifestaciones ilícitas, y tienen tal consideración: a) Las que se celebren con el fin de cometer algún delito; b) Aquéllas a las que concurran personas con armas, artefactos explosivos u objetos contundentes o de cualquier otro modo peligroso”. Asimismo, en el siguiente artículo se indica que los promotores de cualquier reunión o manifestación que no hayan tratado de impedir por todos los medios a su alcance las ilegalidades anteriores, incurrirán en las penas de prisión de uno a tres años y multa de doce a veinticuatro meses. También, que los asistentes a una reunión o manifestación que porten armas u otros medios igualmente peligrosos serán castigados con la pena de prisión de uno a dos años y multa de seis a doce meses. Por último, que las personas que, con ocasión de la celebración de una reunión o manifestación, realicen actos de violencia contra la autoridad, sus agentes, personas o propiedades públicas o privadas, serán castigadas con la pena que a su delito corresponda, en su mitad superior.

Así pues, podemos estar hablando de ciudadanos libres ejerciendo un derecho o, por el contrario, de delincuentes que deben ser detenidos, procesados y condenados por la comisión de hechos delictivos. Pero en el concreto caso que nos ocupa, la línea que separa la delincuencia del ejercicio del derecho es sumamente clara y, por lo tanto, muy sencilla de distinguir. Así que basta ya de confundir derechos con delitos.

 

La sentencia más esperada

Han pasado ya más de dos años desde aquel 1 de octubre de 2017 en el que se celebró en Cataluña lo que algunos denominan referéndum democrático, otros, mera consulta sin efecto alguno y otros, intento de golpe de Estado. Los hay también que, simplemente, no encuentran un término adecuado para calificar lo ocurrido aquel fatídico día ni lo que ha sucedido posteriormente. A partir de entonces, el proceso judicial abierto por dichos hechos ha salpicado a muchas instancias, tanto internas como internacionales, y generado polémicas jurídicas y guerras políticas más allá de lo deseable. Investigados fugados, órdenes de detención y entrega frustradas, presos preventivos, procesados elegidos en convocatorias electorales, cuestiones prejudiciales sobre inmunidades ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, un juicio retransmitido en directo, una filtración prematura del fallo a los medios de comunicación y un sinfín de acontecimientos y noticias más propios del espectáculo mediático, el entretenimiento televisivo y la tergiversación política que de un procedimiento ante un tribunal de justicia.

Puesto que incluso las defensas aceptaban el delito de desobediencia, desde un punto de vista jurídico la sentencia debía resolver dos grandes cuestiones. En primer lugar, si en los hechos enjuiciados existió rebelión o sedición. En segundo lugar, si tuvo lugar una malversación de caudales públicos. Soy consciente de la pretensión de politizar lo que debería ser un asunto exclusivamente jurídico y me consta la dificultad de desligar el análisis de la sentencia de las ideologías, sentimientos y pasiones particulares. Aun así, intentaré trasladar lo que en ella se establece y explicar las razones del Tribunal Supremo para fundamentar su decisión.

1.- Con relación a la rebelión o la sedición, procede saber diferenciar ambos delitos. La rebelión se regula en el Código Penal dentro de los “delitos contra la Constitución” y castiga a quienes se alzaren violenta y públicamente para suspender o modificar total o parcialmente la Constitución, o declarar la independencia de una parte del territorio nacional. La sedición, sin embargo, figura en el apartado dedicado a los “delitos contra el orden público” y sanciona a los que, sin estar comprendidos en el delito de rebelión, se alzaren pública y tumultuariamente para impedir por la fuerza o fuera de las vías legales la aplicación de las leyes, o impedir el cumplimiento de resoluciones administrativas o judiciales. Se ha configurado habitualmente la diferencia entre estos dos delitos en función de la violencia ideada y ejercida para su comisión. El Tribunal Supremo considera que en este caso sí existió violencia. Sin embargo, tres son los argumentos por los que ha descartado el delito de rebelión:

  1. En primer lugar, dicha violencia debe ser el instrumento empleado para conseguir el fin de la secesión y ha de estar ideada por los autores como la vía para la consecución del fin rebelde, no dándose aquí por probado tal extremo.
  2. En segundo lugar, el bien jurídico que el delito de rebelión protege no pareció correr un peligro real, dado que con las decisiones del Tribunal Constitucional y con la aplicación del artículo 155 de la Constitución, es decir, por medio de los instrumentos jurídicos del Estado de Derecho, se desbarataron los objetivos de los acusados.
  3. En tercer lugar, el plan ideado por los acusados era manifiestamente inviable para obtener el fin perseguido. Todos los procesados eran conscientes de que, ni la consulta celebrada el 1 de octubre de 2017 ni el resto de medidas puestas en marcha, resultarían eficaces para la creación de un Estado soberano. A juicio del Tribunal Supremo, el Estado mantuvo en todo momento el control de la fuerza militar, policial y jurisdiccional, por más que sí existieron desórdenes públicos.

La Sala de lo Penal del TS establece, por tanto, que para que se dé el delito de rebelión ha de existir un riesgo real, y no lo que califica de “una mera ensoñación de los autores”, plenamente conocedores de que su propósito estaba abocado al fracaso. El Alto Tribunal considera que, como mucho, se engañó a algunos “ilusionados ciudadanos” que pudieron creer que, efectivamente, estaban participando en unos hechos que conducirían a una república soberana, mientras que los acusados eran conscientes de lo ilusorio e irreal de su propósito.

Por el contrario, considera consumado el delito de sedición. Afirma que la defensa política del fin de derogar, suspender o modificar la Constitución no es delito, pero sí lo es movilizar a la ciudadanía en un alzamiento público y tumultuario con el objetivo de obstaculizar o impedir la normal aplicación de las normas y el cumplimiento de las resoluciones judiciales, afectando con especial gravedad al orden público.

La sentencia hace especial mención al hecho de que es consustancial a un Estado Democrático y de Derecho la defensa de su integridad territorial, siendo ello un punto común en las Constituciones europeas. También subraya la manifiesta inexistencia de un “derecho a decidir”, que no existe como tal en ningún modelo constitucional, y menos aún a través de cauces contrarios al ordenamiento jurídico. Se proclama de forma contundente que no hay Democracia fuera del Estado de Derecho. Tampoco se considera que pueda invocarse la “desobediencia civil” como reducto de la voluntad de un individuo o de un grupo social frente al normal complimiento de las normas en un Estado calificado de “Social y Democrático de Derecho”. Nadie puede arrogarse el monopolio de interpretar qué es legítimo o ilegítimo para escapar de ese modo al imperio de la ley. Existen cauces democráticos regulados para modificar las normas y las reglas de convivencia de las que nos hemos dotado y fuera de esos cauces normalizados para la defensa de ideas y objetivos no existe un derecho a la desobediencia entendida como libertad individual o colectiva que pueda invocarse. Todas estas últimas afirmaciones son, en realidad, meras obviedades, pero ha sido necesario recordar lo elemental en una sentencia, dado que estamos en una época en la que se ha pretendido negar la esencia misma de la Democracia y del Estado de Derecho con planteamientos sin ninguna base jurídica.

2.- Con relación a la malversación de caudales públicos, se sitúa dentro de los delitos contra las Administraciones Públicas. La finalidad de la tipicidad del delito de malversación es tutelar «no solo el patrimonio público y el correcto funcionamiento de la actividad patrimonial de la Administración en cualquiera de sus manifestaciones, sino también proteger la confianza de la ciudadanía en el correcto manejo de los fondos públicos por parte de los representantes públicos» (STS 470/2014 de 11 de junio). Reprueba la conducta de la autoridad o funcionario público encargado del patrimonio público que, quebrantando los vínculos de fidelidad y lealtad que le corresponden por el ejercicio de su función y abusando de las funciones de su cargo, causa un perjuicio al patrimonio administrado. En este concreto caso, el Tribunal Supremo considera acreditado que existió delito de malversación de caudales públicos en concurso medial con el de sedición, al haberse usado aquellos para un fin evidentemente contrario a la ley.

Resulta extremadamente complicado resumir en un breve artículo de divulgación periodística un fallo de casi quinientas páginas y que contiene conceptos jurídicos de elevada complejidad técnica. Por fuerza numerosas cuestiones quedan fuera de este análisis, desde la supuesta inviolabilidad parlamentaria de algunos de los condenados hasta la participación de partidos políticos como acusación particular, entre otras muchas. A través de estas líneas no he manifestado mi opinión o mi postura personal, sino que he pretendido explicar los razonamientos básicos usados por el Tribunal que condena, para que sirvan al lector como criterio para formarse su propia opinión.

¿Qué ha dicho el Tribunal Constitucional sobre la aplicación del artículo 155 de la Constitución en Cataluña?

La semana pasada se publicaron las dos sentencias dictadas por el Tribunal Constitucional sobre la aplicación del artículo 155 en Cataluña. La primera resuelve un recurso presentado por el grupo parlamentario del Congreso de los Diputados “Unidos-Podemos-En Comú Podem-En Marea”. La segunda, el interpuesto por el propio Parlamento de Cataluña. El máximo órgano intérprete de la Carta Magna avala la aplicación del citado precepto en dicha Comunidad Autónoma, anulando una sola de las medidas solicitadas por el Gobierno y autorizadas por el Senado. Es complicado resumir en un artículo periodístico el contenido de los casi doscientos folios de ambas resoluciones pero, a grandes rasgos, la doctrina constitucional expresada en ellas es la siguiente:

1.- La Constitución establece una serie de mecanismos a través de los cuales el Estado controla y vigila la actividad de las Comunidades Autónomas. De entre todos ellos, el contemplado en el artículo 155 es el más extraordinario, pudiendo sólo utilizarse para afrontar incumplimientos constitucionales extremadamente cualificados, como último recurso del Estado ante una situación manifiesta y contumaz en ese sentido, y siempre que no existan otras vías que aseguren el cumplimiento de la Carta Magna y las leyes, o el cese del atentado al interés general.

2.- La autonomía de las Comunidades Autónomas no puede en modo alguno oponerse a la unidad de la Nación. Así, el derecho a la autonomía se encuentra proclamado en el núcleo mismo de la Constitución junto al principio de unidad, en cuyo seno alcanza su pleno sentido. La autonomía significa, precisamente, la capacidad de cada nacionalidad o región para decidir cuándo y cómo ejercer sus propias competencias en el marco de la Constitución y del Estatuto. Por ello, la autonomía no faculta de ninguna manera a incidir de forma negativa sobre los intereses generales de la Nación.

3.- La aplicación del artículo 155 no es un fin en sí mismo, sino un mero instrumento para garantizar la validez y eficacia de la Constitución en aquellos supuestos en los que sea manifiesto que sólo a través de esta vía es posible restaurar el orden constitucional. Las medidas a usar tienen límites. Por ejemplo, esta norma permite la alteración temporal del funcionamiento del sistema institucional autonómico, pero no puede dar lugar a la suspensión indefinida de la autonomía ni, mucho menos, a la supresión institucional de la misma Comunidad Autónoma como corporación pública de base territorial y naturaleza política.

4.- Las actuaciones de las autoridades e instituciones de Cataluña vulneraron gravemente la Constitución y el interés general de toda España, en cuanto que se discutió la preservación misma del Estado español tratando de cuestionar su unidad e integridad territorial y constitucional. Se pretendía así la ruptura del orden constitucional ignorando que una Comunidad Autónoma no es un ente soberano sino que, por el contrario, está sometido a la Constitución, al Estatuto de Autonomía y al resto del ordenamiento jurídico.

5.- Las llamadas al “diálogo” y a la “discusión política” de las autoridades catalanas no podían desvirtuar o paralizar la aplicación del artículo 155. En este apartado, me limito a transcribir lo dicho por el Constitucional: “Este Tribunal no puede dejar de reconocer el valor, en general, del diálogo entre gobernantes y titulares de los poderes públicos como soporte vital de la democracia constitucional, pero ese diálogo no puede versar sobre la sujeción o no a las reglas y principios jurídicos de todos cuantos ejercen un poder público. Sujeción sin la cual no cabría hablar de Estado de Derecho y cuya garantía y dignidad últimas se cifran en el aseguramiento de que los gobernantes sean servidores, no señores, de las leyes”. La obviedad es tan manifiesta que la necesidad de resaltarla y explicarla evidencia la decadencia de buena parte de nuestra sociedad.

6.- A juicio del Tribunal, el cese del Gobierno catalán y la disolución de su Parlamento constituyeron medias adecuadas y constitucionales. Ello se debe a que fueron dichas instituciones autonómicas las que mostraron su “deliberada voluntad de persistir en la secesión de España”. La magnitud del incumplimiento determinó que no bastara con la impartición de instrucciones a las autoridades autonómicas. Ni tan siquiera con la asunción puntual de algunas competencias. Se hacía imprescindible la sustitución en el ejercicio de las funciones de aquellos órganos por el tiempo necesario y preciso para reponer la legalidad constitucional y estatutaria vulnerada.

7.- El conjunto de medidas adoptadas han sido avaladas y aceptadas por el Tribunal, excepto una: que la publicación en el Diario o Boletín Oficial de resoluciones, actos, acuerdos o disposiciones normativas sin la autorización del Gobierno de la Nación determine la invalidez de dichas resoluciones, actos o acuerdos. A juicio del Constitucional, la reacción ante tal eventual publicación no autorizada no puede ser la ineficacia de lo publicado de forma automática, por lo que ha decretado la inconstitucionalidad de esa medida.

Es verdad que la presente sentencia no resuelve el problema político relativo a Cataluña y a nuestro modelo territorial, pero las resoluciones de los tribunales no están para resolver problemas políticos. Ni pueden ni deben hacerlo. Las sentencias aplican el ordenamiento jurídico, imparten justicia y permiten que podamos seguir llamando “Estado de Derecho” a nuestra Nación. Nada más (y nada menos). Para solucionar los problemas políticos están los partidos, los dirigentes y los líderes de cada uno de los grupos parlamentarios implicados. Ahora bien, a juzgar por el nivel que reflejan, no parece vislumbrarse ninguna solución.

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de privacidad, pinche el enlace para mayor información.PRIVACIDAD

ACEPTAR
Aviso de cookies