RIQUEZA, POBREZA Y VERGÜENZA

desigualdadEn mi opinión, una de las grandes miserias de la sociedad en la que vivimos se traduce en la afición de algunas clases altas por alardear de sus riquezas materiales. Año tras año se publican las listas de los individuos más ricos e influyentes del planeta. Incluso existen programas de televisión cuyo único argumento es mostrar de una forma obscena las mansiones y los lujos de los que disfruta una ínfima parte de la población. Obviamente, nada tengo en contra de quienes, legalmente y gracias al trabajo y al esfuerzo, alcanzan fortuna y prosperidad. Más reparos éticos -que no legales- me produce esa vocación de presumir que demuestran en ocasiones, así como ese afán de determinados medios de comunicación por difundir la ostentación como reclamo y como mitificación de un estilo de vida inscrito en esta civilización presidida por la economía de mercado.

Sin embargo, lo que verdaderamente me indigna no es el hecho de que unos pocos posean mucho, sino que la brecha que se abre entre pobres y ricos sea cada vez mayor. Las desigualdades, lejos de disminuir, se acrecientan y la crisis económica, política y moral que padecemos se ceba en los menos afortunados mientras insiste en premiar y mimar a esas minorías. Recientemente, la revista Forbes volvió a ofrecer la lista de las mayores fortunas del mundo y los titulares de prensa resaltaron tres aspectos. El primero, que el número de españoles que forman parte de tan peculiar grupo ha aumentado. El segundo, que el patrimonio de quienes lo componen también se ha incrementado. Y el tercero, que la bipolarización entre los magnates y los necesitados se agiganta a la misma velocidad con la que está desapareciendo la denominada clase media.

El artículo 9 de la Constitución Española dice que “corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas”, como también que deben “remover los obstáculos que impidan o dificulten” la plenitud de esa igualdad. Siempre se ha interpretado este precepto como un ejemplo de lo que es el Estado Social. Pero, por más que se deban corregir las desigualdades, se constata que en realidad aumentan. Decía Samuel Johnson que «la libertad, por lo que respecta a las clases sociales inferiores de cada país, es poco más que la elección entre trabajar o morirse de hambre». Al paso que vamos, ni siquiera va a quedar esa elección, habida cuenta de la manifiesta imposibilidad de encontrar trabajo. Confucio, por su parte, afirmaba: “En un país bien gobernado debe inspirar vergüenza la pobreza. En un país mal gobernado debe inspirar vergüenza la riqueza». Sea como fuere, todo parece indicar que, de todas formas, debemos avergonzarnos.

Pero no creo que en esta ocasión haya que echarle la culpa al sistema, solución escogida habitualmente con el fin de que las responsabilidades no recaigan  sobre personas concretas y se pierdan en conceptos abstractos. El error no está en las reglas teóricas de nuestra sociedad de consumo sino en cómo las personas que hemos colocado al frente de la nave las han llevado a la práctica. Por lo tanto, o cambiamos el sistema o cambiamos a las personas, pero no podemos continuar así. Los ideales revolucionarios que inspiraron lo que hoy llamamos Estado Constitucional tenían un punto de utopía y de ilusión. En los preámbulos de algunas Cartas Magnas, desde la norteamericana que cuenta con más de doscientos años hasta la española de apenas treinta, existen referencias a la felicidad y a la prosperidad de los ciudadanos como objetivos a alcanzar. Pues bien: o hemos variado los objetivos o hemos desviado el rumbo.

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