PAJA EN EL OJO AJENO, VIGA EN EL PROPIO

1348596502978El Auto dictado por el Magistrado-Juez del Juzgado Central de Instrucción número uno, Santiago Pedraz, en el que archivaba las diligencias abiertas contra los detenidos por las manifestaciones desarrolladas el pasado 25 de septiembre a las puertas del Congreso de los Diputados, ha vuelto a poner de manifiesto la profunda hipocresía de algunos de nuestros “representantes” y, lo que es peor, del propio sistema constitucional. El juzgador razonó que en modo alguno podía considerarse que los imputados hubiesen cometido un delito contra las instituciones del Estado, toda vez que ni invadieron el edificio, ni impidieron el normal funcionamiento de la sesión que allí se celebraba, ni portaron armas con el ánimo de tomar la sede de dicha institución. Además, los  delitos asociados a los desórdenes públicos, a la desobediencia o a los atentados contra la policía no son competencias de ese concreto juzgado y por ello no se ha entrado en su enjuiciamiento.

Sin embargo, la verdadera polémica se ha generado a causa de una frase que, literalmente dice así: “No cabe prohibir el elogio o la defensa de ideas o doctrinas por más que éstas se alejen o incluso pongan en cuestión el marco constitucional ni, menos aún, prohibir la expresión de opiniones subjetivas sobre acontecimientos históricos o de actualidad, máxime ante la convenida decadencia de la denominada clase política”.

Ha sido sobre todo este último inciso el que ha provocado las reacciones furibundas de la clase política en cuestión. Así, el portavoz adjunto del Grupo Popular en el Congreso, Rafael Hernando, ha acusado a Santiago Pedraz de utilizar las togas y la Audiencia Nacional para hacer una indecente demagogia política, al tiempo que ha calificado a su Señoría de pijo ácrata. Ignoro si lo que enfadó al político del partido en el Gobierno es que aquél diese como probada la decadencia de la clase política o que, por el contrario, y partiendo de esa verdad tan innegable, utilizase el argumento para defender la idea de que, con nuestra Constitución en la mano, no se pueden prohibir manifestaciones en las que se viertan críticas a los dirigentes de la nación. En todo caso, esa eterna muletilla gubernamental de no comentar ni valorar las resoluciones judiciales, sino tan sólo respetarlas y acatarlas, se ha transformado en una postura más realista que, lejos de contrarrestar con argumentos los contenidos de la resolución, se centra en la descalificación y la mofa, evidenciando el verdadero perfil del personaje que realiza esas declaraciones y de quienes, pudiendo desautorizarle, le avalan con su silencio.

Apenas unos días después, el Director General de Migraciones ocupó las portadas de los medios de comunicación con el siguiente mensaje: Las leyes son como las mujeres, están para violarlas». Horas más tarde, se publicó la última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas en la que se afirmaba, como en años anteriores, que los españoles consideran a sus políticos uno de los mayores problemas del país. Pues bien, aun así, los propios implicados siguen sin entender que una resolución judicial pueda hablar de “decadencia de la denominada clase política”. Será porque siempre ven la paja en el ojo ajeno pero nunca la viga en el propio.

Pero lo malo no es que, a título personal, determinados dirigentes pierdan el respeto por las reglas esenciales de la separación de poderes. Lo verdaderamente trágico es que tal división entre el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial, más que tenue, se vuelva, en ciertos aspectos, inapreciable. El Gobierno juega a ser Parlamento cuando se empeña en legislar por medio de Decretos Leyes (una vía que nuestra Carta Magna considera excepcional y limitada a casos de extraordinaria y urgente necesidad, pero que en España se ha convertido en el camino habitual de elaborar normas con rango de ley). El Parlamento, por su parte, no ejerce un control real del Gobierno ya que, debido a las férreas disciplinas de partido, los diputados están obligados a obedecer las consignas de sus formaciones políticas (a pesar de que nuestra Norma Suprema prohíbe expresamente el mandato imperativo). Los altos órganos jurisdiccionales, desde el Tribunal Supremo al Constitucional, pasando por el Consejo General del Poder Judicial, también son objeto de reparto de cuotas de carácter político que aseguren a los partidos cierto control de las instituciones a través de miembros afines a sus posicionamientos ideológicos. En definitiva, la triste realidad es que se ha perdido la esencia, una esencia que tratan de enmascarar sin éxito con grandes eslóganes y con discursos plagados de palabras vacías. Pero somos muchos los que nos damos cuenta y estamos dispuestos a denunciarlo.

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