LA REINSERCIÓN Y LOS OSHIYA JAPONESES

BFCB828DA12BEA37A57AB3BF3BDD_h498_w598_m2Los “Oshiya” japoneses son las personas encargadas de apretujar a los usuarios de metro de las grandes ciudades para que el mayor número de ellos quepan dentro de los vagones. Esta curiosa figura me viene a la cabeza cuando se trata en Occidente el tema de la reinserción de los delincuentes. Debe ser porque en determinados casos, tal y como sucede con el suburbano de Tokio, aquella se logra a base de empujar al condenado a toda costa a volver a vivir en comunidad (y viceversa), forzando ese reencuentro artificialmente y más allá de lo deseable. Ahora que la sentencia del Tribunal de Estrasburgo sobre la doctrina Parot ha llevado a las primeras planas tanto las polémicas excarcelaciones de terroristas y demás asesinos y violadores como su supuesto derecho a reinsertarse, me gustaría compartir algunas reflexiones al respecto.

El artículo 25.2 de la Constitución española dice literalmente que “las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados”. Desde el primer momento, el Tribunal Constitucional consideró que no se podía derivar de dicho párrafo la existencia de un derecho fundamental de los condenados a la reinserción. Así, en una resolución del año 1984, manifestó que en modo alguno podía defenderse que en la Carta Magna existiese un derecho fundamental a la reinserción y que el anterior párrafo “no es sino un mandato del constituyente al legislador para orientar la política penal y penitenciaria, mandato del que no se derivan derechos subjetivos”. En otra sentencia, en este caso de 1996, también dejó claro que “este Tribunal ha reiterado en varias ocasiones que el artículo 25.2 de la Constitución no contiene un derecho fundamental, sino un mandato al legislador para orientar la política penal y penitenciaria; se pretende que en la dimensión penitenciaria de la pena privativa de libertad se siga una orientación encaminada a esos objetivos (la reeducación y reinserción), sin que éstos sean su única finalidad”. Esta doctrina se mantiene inalterable hasta nuestros días.Por todo ello, sin que pueda hablarse de un derecho fundamental en esta materia, sí es evidente la obligación de la Administración Penitenciaria y de la ley penal de intentar tan nobles metas resocializadoras. Pero de la misma manera que en el ámbito de la salud no existe un derecho a estar sano, ni es obligación de los centros sanitarios la curación de todos los casos, tampoco creo que se pueda exigir al Estado la pretendida reinserción de todos y cada uno de los supuestos, máxime si el reo manifiesta una innegable inclinación en contra. Porque el concepto de “reinserción” va más allá del mero hecho de salir de prisión. Esa labor de reeducación implica la aceptación por parte del individuo del mal cometido y su propósito de no reincidir e integrarse socialmente, renegando de su pasado delictivo y albergando expectativas de un futuro diferente. Sin embargo, hay presos que abandonan las celdas sin el menor remordimiento, cuando no orgullosos de su trayectoria delictiva y sin proceder al menor atisbo de cambio en sus planteamientos.

En mi opinión, no es en absoluto descabellado que, para las condenas de cientos o miles de años, la postura de los penados sea un factor determinante a la hora de abordar su ulterior reinserción. De la misma manera que un ciudadano tiene derecho a no declarar contra sí mismo, pero también la posibilidad de confesarse culpable, o del mismo modo que un imputado tiene derecho a no contestar a las preguntas que se le formulen, pero también a responderlas, pienso que los reclusos tienen el derecho (no fundamental, pero sí derecho) a  que sus penas estén orientadas hacia la reinserción, pero de su conducta activa y de sus manifestaciones se puede deducir una renuncia al mismo. Insisto, reinsertarse no es sinónimo de salir de la cárcel. Se tiene el derecho a reinsertarse pero no a salir de la cárcel sin reinsertarse. Y, para ello, resulta imprescindible que los afectados por la medida reflejen de palabra y de obra que la reinserción no es un concepto (otro más) vacío de contenido.

Por desgracia, la cuestión se acomete desde la frialdad numérica, descontando de las condenas una serie de años con el único fin de acelerar la puesta en libertad de los implicados. Se fija un tiempo límite de estancia entre rejas en el convencimiento de que continuar encerrados más allá de esa fecha supone ir en contra del espíritu de la reinserción. Pero no se utiliza como una variable necesaria de dicha ecuación la conducta activa del sujeto, reflejada en el reconocimiento del mal cometido, en el compromiso de reparación del daño infligido y en la voluntad de no reincidir y de reintegrarse a la vida en comunidad. De lo contrario, estaremos actuando como los “Oshiya” japoneses en el metro de Tokio. Puede que finalmente quepan en los vagones, pero tal vez algunos no quieran viajar en semejantes condiciones.

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