La desinformación: mal problema, peor solución

Entre las innumerables dificultades a las que tiene que hacer frente una sociedad moderna, la proliferación de las noticias falsas comienza a alcanzar un protagonismo especial. En las naciones que pretenden avanzar de la mano de los valores del constitucionalismo, una ciudadanía bien formada e informada resulta pieza clave y esencial para el progreso y mejora de los sistemas democráticos y para el correcto funcionamiento de los Poderes Públicos. La intoxicación derivada de la desinformación puede dar lugar a la toma de malas decisiones y unas campañas de manipulación efectivas degeneran en la eliminación del espíritu propio de toda comunidad libre. Por ello, numerosas instituciones y organismos se disponen a abordar este reto, siendo la Unión Europea una de las primeras que se ha puesto a la labor, con el fin de contrarrestar los peligros de las denominadas “fake news”.

Paradójicamente, algunos remedios se tornan peores que la propia enfermedad que se trata de combatir. En este caso, resulta intolerable que para erradicar los perjuicios que acarrean las noticias falsas se prescinda de los valores más elementales que han de regir los Estados democráticos. O que, tras la persecución de unos objetivos loables, se oculten formas de control y vigilancia más propias de países carentes de libertades. Si, como dice nuestra Constitución, somos un Estado Social y Democrático de Derecho con un sistema parlamentario moderno, y si queremos que los valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico continúen siendo la igualdad, la justicia, la libertad y el pluralismo político, no podemos permitirnos el lujo de afrontar esta cuestión con herramientas que repugnen a los principios que nos definen como Nación.

El pasado 5 de noviembre se publicó en el Boletín Oficial del Estado una mera Orden Ministerial conteniendo “el procedimiento de actuación contra la desinformación aprobado por el Consejo de Seguridad Nacional”. En dicha norma, después de una larga introducción donde se afirman y reiteran los peligros de la desinformación y las bondades de la eliminación de dichas prácticas, se crean organismos y vías para enfrentar este reto. Sin embargo, una vez analizado el documento, existen notables inconvenientes, entre los que cabe destacar los siguientes:

1.- El rango de la norma utilizada para la regulación de una cuestión que afecta a Derechos Fundamentales: una Orden Ministerial. No se trata de una ley del Parlamento, ni de una norma con rango de ley del Gobierno, ni siquiera de un Real Decreto del Ejecutivo, sino de la norma de rango inferior dentro de nuestro ordenamiento jurídico. Y es que no es posible acometer este espinoso asunto sin que se vean implicados derechos como los de la libertad de información, la libertad de expresión e, incluso, la libertad de voto, pues se afirma con rotundidad que uno de los principales peligros de la desinformación recae sobre la limpieza y corrección de los procesos electorales. El uso de esta norma inferior en vez de una con rango de ley, con la pulcritud y el cuidado requeridos por afectar a Derechos Fundamentales, ya indica a las claras cómo quiere encarar el Gobierno este tema.

2.- La composición de los órganos encargados de la vigilancia, seguimiento y tratamiento es netamente gubernamental y, por consiguiente, partidista, con un sesgo político coincidente con el Ejecutivo. Sobra decir que, en modo alguno, se debe dejar esta materia en las manos exclusivas del Gobierno Central.

3.- La regulación contenida en la norma es tan genérica, tan ambigua y emplea conceptos tan laxos e imprecisos que genera una inadmisible inseguridad jurídica cuando afecta a Derechos Fundamentales. Después de su lectura, las acciones a llevar a cabo frente a la desinformación pueden ser tan amplias o tan restringidas como el lector quiera imaginar, habida cuenta que la redacción resulta del todo inconcreta.

Por lo tanto, no nos engañemos. Estamos hablando de aprobar legalmente verdades oficiales y de combatir o censurar informaciones que se alejen de dicha oficialidad, abriendo así una puerta muy peligrosa para una sociedad democrática. Tal vez ahora coincidamos en eliminar determinados bulos pero, una vez admitido que desde el Gobierno se decida qué contenidos pueden ser difundidos y cuáles perseguidos, nos arriesgamos a vivir una realidad alejada por completo de nuestro modelo de sociedad. El progresivo traslado del centro de gravedad desde el Parlamento hacia el Gobierno, no sólo está variando la naturaleza de lo que debería ser un adecuado sistema parlamentario, sino que provoca una cada vez mayor concentración de poder en el Ejecutivo. Las revoluciones liberales que dieron origen al modelo constitucional surgieron, entre otras razones, para limitar y controlar al poder. En estos momentos, sin embargo, asistimos a una lenta pero gradual tendencia en sentido contrario.

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