ELECCIÓN DE ALCALDES Y RÉGIMEN ELECTORAL: LA POLÉMICA ESTÁ SERVIDA

4062-eleccionesEl protagonismo político de buena parte del presente período estival ha recaído en la propuesta de modificar el sistema de elección de los alcaldes lanzada por el Gobierno central, a menos de un año de la celebración de las elecciones municipales. Aunque todavía no existe un proyecto de ley al respecto, ya se anuncia la pretensión de arbitrar una fórmula que garantice la alcaldía a aquel candidato que obtenga un porcentaje elevado de votos (se baraja la cifra del 40%) y que presente una considerable ventaja sobre la segunda fuerza más votada (en principio, superior a cinco puntos, si bien en épocas anteriores se llegó a hablar de hasta siete). El revuelo generado a raíz de esta noticia bien merece un análisis sosegado del tema.

Para empezar, yo no estoy de acuerdo con quienes defienden que es necesario modificar previamente el artículo 140 de nuestra Constitución para sacar adelante esta reforma. Dicho precepto establece literalmente que, mientras los concejales “serán elegidos por los vecinos del municipio mediante sufragio universal, igual, libre, directo y secreto, en la forma establecida por la ley”, los alcaldes serán elegidos “por los concejales o por los vecinos”. La literalidad es clara y no ofrece duda alguna. La Carta Magna deja la puerta abierta para que la Ley Electoral concrete entre esas dos opciones el sistema de elección de los alcaldes. Esa característica del sistema parlamentario por la que son los miembros del Parlamento los que eligen al Presidente del Gobierno se aplica, como su propio nombre indica, a los Parlamentos, tanto del Estado como de las Comunidades Autónomas, pero no puede extenderse a los municipios que, por su naturaleza y funciones, quedan claramente diferenciados de las Administraciones estatal y autonómica.

Cuestión bien distinta es que la medida sea objeto de crítica y tachada de oportunista, sobre el argumento de que persigue en exclusiva el rédito político del Partido Popular y de que, como en otras ocasiones, se trata de imponer aprovechando la mayoría absoluta en las Cortes Generales para legislar sobre materias esenciales, aunque ello suponga hacerlo contra la voluntad del resto de los representantes del pueblo español. Esas opiniones, basadas en argumentos políticos más que jurídicos, son obvias. Del mismo modo que las flagrantes e innegables desigualdades del valor del voto entre unos ciudadanos y otros no se corrigen porque a los dos partidos mayoritarios no les interesa electoralmente, tanto uno como otro sí están dispuestos a modificar todo aquello que pueda beneficiarles para permanecer en el poder. Es la triste realidad que se vive en nuestro país y que, a estas alturas, dudo mucho que pueda sorprender a nadie.

La normativa que regula los procesos electorales está llena de irritantes paradojas que se han introducido y que se siguen manteniendo por pura y simple conveniencia de las formaciones políticas con mayoría. A excepción de las pocas formaciones que han defendido siempre una revisión global del sistema para corregir, una por una, todas sus deficiencias, el resto carece de razón para “echarse las manos a la cabeza”, ya que, de una u otra forma, han sido partícipes y hasta cómplices de la creación de unas reglas de juego pensadas y ejecutadas en clave partidista, en vez de ser el reflejo más fiel de la voluntad de los votantes que están detrás de las instituciones. De todas formas, quizá, además de preguntarse a qué concreto partido beneficia esta medida, habría que cuestionarse si beneficia a la ciudadanía y sirve para mejorar la calidad de nuestra democracia.

No obstante, y aunque ha sido esta cuestión la que ha acaparado un mayor número de titulares, existen otros aspectos de la reforma que han pasado más inadvertidos y que, a mi juicio, podrían calificarse de inconstitucionales o, como mínimo, de dudosamente democráticos. Porque, para sostener a ese alcalde que no ha sido elegido por los concejales que integran la corporación municipal y evitar que sea sometido a futuras mociones de censura, se pretende variar la vía para obtener los citados puestos de ediles. Por lo visto, al partido ganador se le atribuiría automáticamente al menos la mitad más uno de los mismos, es decir, la mayoría absoluta del pleno. Así, se impediría que un hipotético acuerdo entre las demás formaciones políticas con representación municipal (que sí se repartirían el resto de los asientos, siguiendo la fórmula de la denominada Ley D’Hondt) terminara por desplazar de la alcaldía a la lista más votada.

Y, desde luego, si esta va a ser la solución final, entiendo que la propuesta merece críticas muy severas por contener una serie de vicios que pueden afectar a su constitucionalidad, tanto por establecer dos formas distintas de asignar los escaños de concejal (una, directa y automática, para los ganadores por mayoría absoluta y otra, conforme a la aritmética D’Hondt, para los demás) como por prescindir aún más, si cabe, de la necesaria proporcionalidad en virtud de los votos obtenidos por cada sigla. Ambos procedimientos sí afectan a la esencia de cualquier sistema democrático de calidad y constituyen nuevas argucias y estratagemas para ahondar en la desigualdad de voto y en la creación artificial de unas mayorías que no reflejan fielmente los apoyos obtenidos en las urnas.

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