Designaciones partidistas para cargos independientes

La reciente designación del juez Brett Kavanaugh como nuevo Magistrado del Tribunal Supremo de los Estados Unidos ha provocado una oleada de protestas, debates y enfrentamientos hasta la fecha inéditos en la designación de un cargo judicial. Ciento sesenta y cuatro personas fueron detenidas durante las revueltas generadas el día de la votación definitiva que le elevó a la más alta instancia de la magistratura norteamericana. Dos días antes, los arrestados por el mismo motivo fueron más de trescientos. El origen de la indignación popular radica en las acusaciones de una serie de abusos sexuales cometidos por el citado candidato. La cuestión se torna especialmente compleja ya que, cuando se acusa a alguien de un delito ocurrido hace varias décadas, sin posibilidad ya de ser juzgado en un procedimiento con todas las garantías y pretendiendo llevar al terreno de la opinión pública lo que debería, en su caso, dilucidarse en un juzgado, uno se adentra en un terreno pantanoso donde resulta muy probable terminar sumido en las cacerías mediáticas de una y otra parte, y sin posibilidad de adoptar una solución (sea cual sea) completamente justa.

No obstante, esta agria polémica ha supuesto que otras cuestiones de importancia pasen bastante desapercibidas. Me estoy refiriendo en concreto a la conversión de determinados órganos jurisdiccionales e instituciones de marcada naturaleza técnica en pseudo cámaras ideologizadas o, para ser más preciso, partidistas, que proponen candidatos de acentuado perfil político o, para ser todavía más exacto, claramente inclinados hacia una formación política. Tal sensación parece estar ya asumida por buena parte de los Estados constitucionalistas como si se tratara de una práctica inevitable. Se reconoce abiertamente el patrón ideológico de los jueces y se constata, año tras año, cómo en los asuntos de pronunciado contenido político ellos votan casi con la misma disciplina que los grupos del Congreso y el Senado.

Además de seguir con notable interés la investigación sobre los supuestos abusos sexuales del candidato, personalmente me llamaron muchísimo más la atención sus respuestas a otras cuestiones sumamente determinantes para el ejercicio de su cargo como miembro del Tribunal Supremo. En una de las sesiones celebradas para valorar la idoneidad del jurista propuesto por Donald Trump, la senadora demócrata Dianne Feinstein recordó una cita del propio Kavanaugh asegurando que “si un Presidente en activo era el único objetivo de una investigación, nadie debería estar investigando eso». Al ser preguntado de forma directa sobre si, en una hipotética investigación judicial, avalaría una citación judicial contra un Presidente, eludió cualquier comentario, asegurando que no podía responder. Asimismo evitó pronunciarse sobre la eventualidad de que un Presidente pudiera indultarse a sí mismo, opción que el propio Trump ha dicho que podría adoptar de verse inmerso en varias acusaciones. Conviene recordar que hablamos de un hombre que trabajó cinco años para George W. Bush en la Casa Blanca y que exhibe una clara vinculación con el Partido Republicano.

Sin embargo, todo ha quedado silenciado o relegado debido a la indignación suscitada por las acusaciones de abusos sexuales cuando, al menos a mí, me parece que se trata de datos lo suficientemente significativos como para concluir que esta persona no cumple con el perfil requerido por una institución que se define como imparcial y objetiva, cuya misión consiste en la aplicación de la Constitución y las leyes, y que presume de ser equidistante entre intereses personales y partidistas.

Como es obvio, no se trata de un problema exclusivo de los Estados Unidos. También otros países (España, sin ir más lejos) padecen idéntica epidemia de órganos e instituciones ideados de inicio como figuras independientes, técnicas y de control pero que, a la postre, terminan hipotecados por unas conexiones más o menos patentes con los políticos que les han propuesto para sus cargos. A principios del presente año, el Consejo de Europa recriminó a nuestro país el modo de elegir a los miembros del Consejo General del Poder Judicial, afirmando que «las autoridades políticas tales como el Parlamento o el Poder Ejecutivo no se deberían implicar en ninguna fase del proceso de selección» del órgano de gobierno de los jueces. Por supuesto, aquí se hace oídos sordos a tal recomendación y nuestros representantes se siguen empeñando de modo insistente en trasladar la dialéctica partidista y la conformación política de los Parlamentos a otras instituciones que deberían situarse en las antípodas de dicha naturaleza.

La imparcialidad, objetividad e independencia de determinados órganos es un tema esencial y crucial para la pervivencia del modelo constitucional en un Estado de Derecho. Las tímidas voces que denuncian esta situación cuando ejercen la oposición se apagan definitivamente al llegar al Gobierno o al lograr la mayoría en una Cámara. Ante una cuestión tan vital que integra la definición misma de nuestra forma de Estado se mira interesadamente hacia otro lado. Por lo visto, la imagen de la Justicia con los ojos vendados no puede arriesgarse a dejar caer la venda. Ya se sabe que hay que serlo y, además, parecerlo.

 

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