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Derecho al cuidado

Las normas evolucionan con el tiempo y cada ciclo histórico implica el nacimiento de nuevos derechos que antes no existían. Así, por ejemplo, pese a que las primeras Constituciones se remontan a finales del siglo XVIII, no es hasta bien entrado el siglo XX cuando surgen el derecho a la huelga, a la sindicación y al trabajo, y habrá que esperar varias décadas más para que empiece a hablarse de los derechos vinculados con el medio ambiente. Ya en nuestro actual siglo han surgido derechos inimaginables en la época de las revoluciones liberales. Ahora se habla del derecho de acceso a internet o del denominado “derecho al olvido”, referido a solicitar, bajo ciertas condiciones, que los enlaces a los datos personales no figuren en los resultados de una búsqueda realizada en la red a través del nombre del solicitante.

En cualquier caso, hay que ser especialmente riguroso con este tema. Los derechos de la ciudadanía, en general, y los derechos fundamentales, en particular, suponen un asunto muy serio para legislarlos a la ligera y sin fundamento. Siempre les digo a mis alumnos que resulta peligroso tratar de plasmar como derechos por medio de normas jurídicas determinados anhelos y deseos de la Humanidad, por muy loables que sean, ya que un derecho, para merecer tal denominación, requiere de mecanismos con los que, en caso de su vulneración, la ciudadanía pueda defenderlos, reclamarlos y demandarlos ante el Poder Judicial. En caso contrario, se está engañando a la población, vendiéndole el mensaje de que cuenta con una serie de derechos de los que, en realidad, no puede disfrutar, ni reclamar ni demandar ante los juzgados y tribunales.

En estos últimos años me he sentido interesado por el denominado “derecho al cuidado”, entendido como un “macro-derecho” que incluye el derecho a recibir cuidados, el derecho a cuidar a otras personas y ciertos derechos vinculados a ambos grupos (quienes cuidan y quienes son cuidados). Una de las mayores especialistas y conocedoras de este ámbito es la profesora de Derecho Constitucional de la Universidad de Valencia Ana Marrades Puig, quien en varios foros ha expuesto esta cuestión como la principal fuente de discriminación hacia las mujeres (o, por utilizar un término bastante ilustrativo acuñado por ella misma, de “subordiscriminación”), habida cuenta de que son ellas, de forma casi hegemónica y en condiciones precarias, las que realizan esta labor de atender, cuidar y asistir a familiares y personas dependientes, viéndose afectadas de ese modo en su vida personal, laboral y profesional. Y, si esta realidad se reconoce, se torna preciso impulsar políticas y normativas que la regulen de mejor manera.

Hablamos, por un lado, de la existencia de una discriminación que afecta a un concreto sexo y, por otro, de una serie de derechos que deben regularse para que nuestro Estado del Bienestar y los derechos sociales vinculados con el mismo resulten reales y efectivos. Se trata de retos que deben afrontarse para impedir la perpetuación de situaciones que generan desigualdad y precariedad.

La premisa inicial es que toda persona, en un momento u otro de su vida, ha necesitado o necesitará de cuidados y atenciones que normalmente se vinculan con el inicio y el final de la existencia, aunque no  exclusivamente en esas etapas. Si tal presupuesto se admite y se reconoce que dichas atenciones han de estar comprendidas de alguna manera dentro del concepto jurídico de “derecho”, debiendo ser garantizadas por nuestro modelo de Estado, entonces se requiere de una correcta regulación que haga efectivos estos derechos, posibilitando a sus titulares su defensa y exigencia.

La profesora Marrades ha publicado recientemente el libro “El reconocimiento de los derechos del cuidado”, donde analiza esta cuestión y en el que diversos juristas aportan recomendaciones y pautas para el desarrollo de estos derechos, sin que por ello se generen discriminaciones. En sus páginas se menciona la necesidad de una “democracia cuidadora” que integre el derecho (y, en su caso, el deber) de cuidar, detectando esas necesidades y repartiendo las responsabilidades para su atendimiento.

Evidentemente, uno de los principales problemas a abordar es el de la financiación, que implica destinar recursos económicos bien por la vía de la profesionalización de esta labor, bien por la vía de la compensación a quienes, sin desarrollarlos como su faceta profesional, se dedican a ello, o bien por la vía de los costes necesarios para prestar un correcto cuidado. Por lo tanto, las partidas presupuestarias deben estar presentes, pues las buenas políticas se llevan a cabo con dinero. Del mismo modo que la educación y la sanidad requieren de fondos y ejercen un protagonismo en la elaboración de las leyes de presupuestos, el ingente número de personas que desempeñan esta función asistencial ha de disponer también de una financiación adecuada y suficiente.

Y, aunque existen regulaciones sobre la dependencia, los resultados efectivos son decepcionantes y la atención prestada, insuficiente. De hecho, en la comentada publicación se apuesta decididamente por la constitucionalización de este derecho, pese a que la posibilidad de reforma de nuestra Constitución se considere lejana, dada la apatía y la desidia de nuestra clase política a la hora de afrontar reformas como la que nos ocupa. Sin embargo, cabe defender decididamente la necesidad de introducir en nuestra Carta Magna este asunto, ya sea por la vía de la creación de un derecho como tal o ya sea por el establecimiento de una serie de obligaciones para los Poderes Públicos.

Ejemplos no faltan. El artículo 333 de la Constitución de Ecuador de 2008 establece que “se reconoce como labor productiva el trabajo no remunerado de autosustento y cuidado humano que se realiza en los hogares. El Estado promoverá un régimen laboral que funcione en armonía con las necesidades del cuidado humano, que facilite servicios, infraestructura y horarios de trabajo adecuados; de manera especial, proveerá servicios de cuidado infantil, de atención a las personas con discapacidad y otros necesarios para que las personas trabajadoras puedan desempeñar sus actividades laborales; e impulsará la corresponsabilidad y reciprocidad de hombres y mujeres en el trabajo doméstico y en las obligaciones familiares”.

En definitiva, nos hallamos ante una realidad a la que no se ha prestado atención. Se requiere, pues, que desde el punto de vista social y jurídico (regulando adecuadamente los derechos y deberes que lleva implícitos) se aborde el enorme reto que implica, con el fin evitar la permanente fuente de discriminación que supone para las mujeres.

Partidos políticos y militantes: una extraña relación

Recientemente se ha dado a conocer la noticia de la expulsión del PSOE de Nicolás Redondo Terreros,  justificando la formación política tal decisión por su “reiterado menosprecio” al partido. El afectado fue Secretario General del Partido Socialista de Euskadi entre 1997 y 2002, además de diputado en las Cortes Generales y candidato socialista a la presidencia del Gobierno Vasco. El distanciamiento entre las tesis del citado militante y la actual dirección del PSOE ya venía siendo evidente, produciéndose el último desencuentro a raíz de sus manifestaciones públicas y notorias en contra de la ley de amnistía reclamada por “Junts per Catalunya” y “ERC” para apoyar la investidura de Pedro Sánchez como Presidente del Gobierno. Así las cosas, procede llevar a cabo un análisis seguido de reflexión, tanto sobre la relación existente entre la militancia y los cargos públicos y organizativos de las formaciones políticas, como entre la libertad ideológica y de expresión de sus miembros y la disciplina que les pretenden imponer desde los partidos.

Sin entrar a valorar si cabe comparar los partidos políticos con el resto de asociaciones privadas o, por el contrario, a tenor de la indiscutible función pública que desempeñan los primeros, constituyen un tipo asociativo diferente, lo que sí parece aceptable es que cuenten con algún procedimiento sancionador que concluya en expulsión, como sucede en estructuras asociativas privadas. En cualquier caso, se ha de exigir la tramitación de un procedimiento garantista en el que el afectado disponga de un trámite de alegaciones o de defensa, y donde se concrete la imputación de una previa conducta prevista en la norma como sancionable, que podrá terminar (o no) en expulsión.

No obstante, más allá de la existencia o no de tal procedimiento sancionador previo (Nicolás Redondo Terreros ha manifestado en prensa que no le han notificado la apertura de ningún procedimiento de expulsión), existiría la cuestión de si un militante o cargo público puede discrepar públicamente de los postulados y decisiones tomadas por los dirigentes de su partido. Esta relación entre la libertad de expresión y de pensamiento del militante con la disciplina de la organización a la que pertenece es la que genera más dudas.

Nuestro Tribunal Constitucional ha reiterado en numerosas sentencias que la libertad de expresión comprende, junto a la mera expresión de juicios de valor, «la crítica de la conducta de otros, aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática» (entre otras muchas, la STC 23/2010). Así, en el marco amplio que se otorga a la libertad de expresión, quedan amparadas aquellas manifestaciones que, aunque afecten al honor ajeno, se revelen como necesarias para la «exposición de ideas u opiniones de interés público» (STC 181/2006).

Analizando la cuestión desde una perspectiva general (no pretendo examinar exclusivamente el caso de Nicolás Redondo Terreros), en la sentencia del TC 226/2016 (que precisamente analizaba una sanción impuesta por el PSOE a uno de sus militantes), se estableció que «un partido político puede reaccionar utilizando la potestad disciplinaria de que dispone según sus estatutos y normas internas, frente a un ejercicio de la libertad de expresión de un afiliado que resulte gravemente lesivo para su imagen pública o para los lazos de cohesión interna que vertebran toda organización humana y de los que depende su viabilidad como asociación y, por tanto, la consecución de sus fines asociativos. Quienes ingresan en una asociación han de conocer que su pertenencia les impone una mínima exigencia de lealtad. Ahora bien, el tipo y la intensidad de las obligaciones que dimanen de la relación voluntariamente establecida vendrán caracterizados por la naturaleza específica de cada asociación. En el supuesto concreto de los partidos políticos ha de entenderse que los afiliados asumen el deber de preservar la imagen pública de la formación política a la que pertenecen, y de colaboración positiva para favorecer su adecuado funcionamiento. En consecuencia, determinadas actuaciones o comportamientos (como, por ejemplo, pedir públicamente el voto para otro partido político) que resultan claramente incompatibles con los principios y los fines de la organización, pueden acarrear lógicamente una sanción disciplinaria incluso de expulsión, aunque tales actuaciones sean plenamente lícitas y admisibles de acuerdo con el ordenamiento jurídico general.

En cuanto al ámbito de la libertad de expresión, la exigencia de colaboración leal se traduce igualmente en una obligación de contención en las manifestaciones públicas incluso para los afiliados que no tengan responsabilidades públicas, tanto en las manifestaciones que versen sobre la línea política o el funcionamiento interno del partido como en las que se refieran a aspectos de la política general en lo que puedan implicar a intereses del propio partido. De la misma forma que la amplia libertad individual de que goza cualquier persona se entiende voluntariamente constreñida desde el momento en que ingresa en una asociación de naturaleza política (…), el ejercicio de la libertad de expresión de quien ingresa en un partido político debe también conjugarse con la necesaria colaboración leal con él. Lo cual no excluye la manifestación de opiniones que promuevan un debate público de interés general, ni la crítica de las decisiones de los órganos de dirección del partido que se consideren desacertadas, siempre que se formulen de modo que no perjudiquen gravemente la facultad de auto-organización del partido, su imagen asociativa o los fines que le son propios».

Esta postura del Tribunal Constitucional configura una frontera difusa, imposible de delimitar con cierta seguridad. Determinar cuándo hablamos de críticas a las decisiones del partido formuladas de “modo que no perjudiquen gravemente la facultad de auto-organización del partido y su imagen asociativa”, y cuándo de “deslealtad y de resultado gravemente lesivo” para la formación política, supone un ejercicio valorativo eminentemente subjetivo que no nos ayuda a resolver la cuestión planteada.

Pero, además, en buena parte de estos casos, existe una absoluta confusión entre lo que se entiende por lealtad al partido político y lealtad a su líder, realidades no completamente coincidentes. Se suele atribuir al icono absolutista Luis XIV la frase “El Estado soy yo”. Más allá de si la expresión es apócrifa o no, refleja una idea muy alejada de los principios y valores constitucionalistas.

A título personal, discrepo de esta opinión del Tribunal. La decisión final supone una excepción que anula “de facto” la doctrina general sobre la libertad de expresión que previamente se proclama. No puede de forma coherente afirmarse que la libertad de expresión ampara la “crítica de la conducta de otros, aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática” para, a continuación, constreñir esa libertad y evitar esas molestias y disgustos a una estructura asociativa. Si en la balanza se colocan, por un lado, los objetivos, estrategias y potestades de un partido político y, por otro, el derecho fundamental a la libertad de expresión del individuo, dicha balanza debe decantarse del lado del ciudadano titular del derecho, siempre que dichas expresiones no contengan descalificaciones gratuitas e innecesarias para trasladar y difundir la concreta opinión que quiere expresarse y estemos hablando de la intención de fomentar un debate sobre un tema de evidente interés público.

Fraudes parlamentarios

Una de los grandes objetivos de las revoluciones liberales que dieron origen a los modelos constitucionalistas fue el de limitar el poder. La esencia de las Constituciones, además de proclamar y garantizar derechos fundamentales a la ciudadanía, reside en separar y controlar a los Poderes Públicos, siguiendo la premisa de que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Sin embargo, poco a poco los sólidos cimientos sobre los que se asienta nuestro modelo de convivencia y de libertades tienden a sufrir grietas y erosiones y, cada vez con mayor frecuencia, observamos conductas de pasividad y tolerancia que admiten, tanto la acumulación de poder, como el incumplimiento de las normas por parte las diferentes Administraciones y órganos políticos, a menudo intentando disfrazar lo que constituye una clara negación de la esencia del modelo constitucionalista con proclamas demagógicas o, lo que resulta aún más peligroso, con una interpretación de la legitimidad ganada en las urnas que implica una arbitraria potestad a la hora de aplicar o no dichas normas, aprobadas para regular y controlar a esos representantes electos.

En las últimas semanas hemos asistido a la constitución de los grupos parlamentarios en las Cortes Generales elegidas en las pasadas elecciones del 23 de julio. La importancia de tener un grupo parlamentario propio y no terminar mezclado y diluido en el denominado “Grupo Mixto” es económica y asimismo política. La magnitud del dinero que se recibe, unida a la posibilidad de presentar iniciativas parlamentarias, hace que a los partidos políticos les interese enormemente contar con ese grupo propio. Sin embargo, se trata de una cuestión prevista y reglamentada a través de normas jurídicas de aplicación e interpretación clara.

Conforme al Reglamento del Congreso de los Diputados, para formar un grupo en dicha Cámara se debe contar con, al menos, quince parlamentarios. Existe otra alternativa, consistente en tener, como mínimo, cinco diputados si han obtenido el quince por ciento de los votos en las circunscripciones en que hubieren presentado candidatura, o el cinco por ciento de los emitidos en el conjunto de la Nación. Se aclara además que, en ningún caso, pueden constituir un grupo parlamentario separado diputados que pertenezcan a un mismo partido ni que, al tiempo de las elecciones, pertenecieran a formaciones políticas que no se hubieran enfrentado ante el electorado. En el caso del Senado, cada grupo parlamentario debe estar compuesto por diez senadores al menos.

Ante los resultados de las últimas elecciones generales, en el Congreso de los Diputados cumplen los requisitos exigidos PP, PSOE, Vox, Sumar, EH Bildu y PNV. No lo hacen ERC, Junts per Catalunya, BNG, Coalición Canaria y UPN. Se trata de datos numéricos, de operaciones matemáticas y, por ello, de criterios objetivos sin margen para la apreciación o valoración.

Sin embargo, tanto en esta legislatura como en otras anteriores se produce el denominado “préstamo de diputados”, en virtud del cual unas formaciones “prestan” diputados a otras que no alcanzan el número mínimo exigido para formar grupo, posibilitando así su constitución. Acto seguido, abandonan ese grupo parlamentario sobrevenido y vuelven a adscribirse a su grupo político inicial.

Se trata de un ejemplo de manual del denominado “fraude de ley”, que básicamente consiste en utilizar una estratagema, en principio no prohibida, con el fin de saltarse una norma jurídica que no se desea cumplir o cuya aplicación se desea evitar. Con dicha norma en la mano, resulta evidente quién puede optar a formar un grupo parlamentario y quién no, pero con estos “préstamos temporales de diputados” las formaciones eluden la normativa caprichosamente, por motivos de estricta conveniencia política.

En esta ocasión, PSOE y Sumar han “prestado” varios escaños a ERC y Junts per Catalunya durante unos días, una práctica que no supone ninguna novedad. En anteriores legislaturas, tales “préstamos” se han efectuado tanto por el PSOE como por el PP, involucrando en la operativa a CiU, PNV, Coalición Canaria, UPN, PAR, UPyD, Foro Asturias o BNG.

El Tribunal Constitucional todavía no se ha pronunciado en sentencia sobre el fondo de este asunto. En 2007 dictó un Auto por el que inadmitió un recurso de amparo del PP contra la decisión de la Mesa del Congreso de conceder un grupo propio a ERC sin cumplir con los mínimos legales exigidos por el Reglamento, al considerar que no se justificaba una decisión de fondo del asunto con el argumento de que el acto recurrido no vulneraba ningún derecho fundamental de los recurrentes. Curiosamente, en el año 2002 sí dictó sentencia y analizó el fondo de la cuestión planteada, pero para avalar la denegación de la constitución de un grupo parlamentario al BNG, por no cumplir los requisitos contenidos en el Reglamento del Congreso.

En cualquier caso, mientras no se modifique o derogue, la aplicación o inaplicación de la norma no puede quedar al arbitrio de una decisión política, porque eso es tanto como negar el carácter de norma jurídica al Reglamento Parlamentario, o como afirmar que un órgano político puede decidir a su capricho si se aplica o no una reglamentación dictada precisamente para organizar y limitar a los Poderes Públicos.

Internet, libertad de expresión y responsabilidades

El Pleno del Tribunal Constitucional ha dado a conocer recientemente una sentencia cuyo ponente ha sido el magistrado y ex Ministro de Justicia Juan Carlos Campo Moreno, en la que se ha desestimado el recurso de amparo formulado por una entidad mercantil, responsable de una página web con enlaces a diferentes noticias y comentarios de los usuarios, que los visitaban en un dominio propiedad de la sociedad recurrente. El referido recurso se dirigía contra una sentencia dictada por la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo recurrida en casación, y otra de la Sección Primera de la Audiencia Provincial de Málaga, que condenaba a la demandante de amparo a pagar una indemnización de mil doscientos euros por no retirar de la página web, pese a haber sido requerida dos veces para ello, el comentario de un usuario anónimo, donde se calificaba como “hijo de puta” a un concejal que había realizado un gasto manifiestamente excesivo a través del teléfono suministrado por el Ayuntamiento.

La empresa recurrente alegaba que carecía de la condición de medio de comunicación y que actuaba como mero “agregador de contenidos”, por lo que no ejercía ningún tipo de control ni de supervisión de los enlaces, como tampoco de los comentarios que los usuarios decidían incorporar al sitio web de su propiedad.  Ante tal presupuesto, el Tribunal aprecia que existe un conflicto entre el derecho al honor de la persona que reclama la retirada del comentario del sitio web y la libertad de expresión del internauta anónimo (autor de dicho comentario). Ese conflicto termina afectando a la empresa propietaria del dominio web, conforme al artículo 16 de la Ley 34/2002, de 11 de julio, de Servicios de la Sociedad de la Información (LSSI), como intermediadora obligada a retirar contenidos ilícitos de los que tenga conocimiento efectivo.

En la sentencia, el TC considera que la libertad de expresión no puede amparar expresiones puramente vejatorias, ni siquiera en un contexto de crítica política, cuando resultan totalmente innecesarias, se amparan en el anonimato y se realizan en un medio con extraordinaria capacidad de difusión, como es Internet. Rechaza, por tanto, que las resoluciones impugnadas hayan vulnerado el derecho a libertad de expresión.

No obstante, la decisión del Pleno del Tribunal no fue unánime. Contó con el voto particular de la magistrada María Luisa Balaguer. En su postura, disidente de la mayoría de sus compañeros, consideró que la sentencia debería haber sido estimatoria de las pretensiones de la recurrente en amparo, apreciándose la vulneración de su derecho a la libertad de expresión atendiendo a que el afectado por el comentario era un cargo público, el cual debe soportar un nivel de crítica más elevado, por lo que la ponderación de los derechos en conflicto que realiza la sentencia, a juicio de la firmante del voto particular, no resulta conforme con la función institucional reconocida a las libertades de expresión e información que establece la jurisprudencia europea y el propio Tribunal Constitucional en una sociedad plural. Asimismo, el voto particular razona que la sentencia hubiera constituido una buena oportunidad para abordar la cuestión de la titularidad de las libertades comunicativas de las plataformas en Internet.

La previa sentencia del Supremo, que también condenó a la propietaria de la página de Internet, reconoció que resultaba indiscutible la relevancia pública y el interés general de los asuntos a que se refería la noticia publicada, porque hacían referencia a la política municipal, así como que el comentario se encuadraba en una crítica en relación con la gestión de los asuntos públicos.

En cuanto a los términos y conceptos usados para expresar esa crítica a la labor de gestión política, el Tribunal Supremo efectuó un repaso por otras sentencias sobre aspectos similares.

La sentencia 338/2018 consideró amparado por la libertad de expresión el uso del término «mercenario», por el ámbito de pugna política en el que se empleó, y la sentencia 620/2018, atendiendo al contexto de agrio enfrentamiento entre una agrupación de electores y el alcalde y dos concejales de un pequeño municipio, concluyó que los calificativos dirigidos por aquella a estos últimos mediante un escrito difundido en la localidad (tales como «fascistas» o «pequeño dictador», unidos a inequívocas imputaciones de irregularidades en la gestión) debían considerarse amparados por la libertad de expresión ya que, «por más duros que fuesen los términos empleados, se circunscribieron al ámbito de la gestión política, sin atacarles en su esfera privada y sin incitar al odio ni a la violencia contra ellos».

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos también ha abordado este asunto. En sus sentencias de 15 de marzo de 2011 (caso Otegui Mondragón contra España) y de 13 de marzo de 2018 (caso Stern Taulats y Roura Capellera contra España), el Tribunal Europeo asigna a la libertad de expresión en el debate sobre cuestiones de interés público una relevancia máxima, de tal forma que las excepciones a dicha libertad de expresión requieren de una interpretación restrictiva, constituyendo por ello su único límite que no se incite ni a la violencia ni al odio. Sin embargo, los Tribunales españoles tienden a establecer límites más estrictos, y el Tribunal Supremo ha concluido que, ni la condición de personaje público del destinatario de la crítica ni el interés general de la misma por razón de la materia tratada, amparan en la libertad de expresión manifestaciones inequívocamente vejatorias, como los meros insultos. A esta diferencia entre los límites a imponer en estos casos conforme a los Tribunales europeos o internos españoles es a la que se refería la magistrada discrepante.

Pero, al margen del problema sobre la libertad de expresión, se halla el asunto referido a la responsabilidad de los propietarios de las páginas de Internet que admiten comentarios de usuarios. La sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el caso DELFI AS contra el Estado de Estonia, imputa al titular de un portal de Internet la responsabilidad derivada de las opiniones vertidas por usuarios anónimos en la citada web. Posteriormente, en el asunto Sánchez contra Francia, el TEDH analiza el supuesto de un perfil público de un político en la red social Facebook que permitía comentarios de terceros. Los Tribunales franceses habían establecido la responsabilidad penal del titular del “muro” de FB, tras apreciar que se trataba de contenidos de incitación al odio frente a ciertos grupos de personas por su origen étnico o su adscripción religiosa. El TEDH avaló el criterio de los Tribunales franceses, exigiendo diligencias al titular de la página web en las que esos comentarios encontraron una vía para la difusión.

Jurar y prometer… o no

Hace escasas semanas se dio a conocer una sentencia del Tribunal Constitucional que resolvía un recurso de amparo presentado por algunos diputados del Partido Popular en el Congreso, contra el acuerdo de la Presidenta de la Cámara Baja adoptado en la sesión constitutiva de la XIII Legislatura, celebrada el 21 de mayo de 2019, y por la que se consideró debidamente prestado el juramento o promesa de acatamiento de la Constitución de veintinueve representantes electos que utilizaron en sus fórmulas diversas expresiones al “sí juro” o “sí prometo”. Así, algunos de ellos reinventaron el enunciado inicialmente previsto para cumplir con el trámite, añadiendo menciones a los «presos políticos», la «República catalana» o «vasca», a las denominadas “Trece Rosas”, al planeta o a la «España vaciada». En la deliberación del citado recurso se abstuvo el magistrado Juan Carlos Campo Moreno, antiguo Ministro de Justicia del Gobierno de Pedro Sánchez, debido a su relación personal con la Presidenta del Congreso, autora de la resolución recurrida.

De entrada, en el fallo del T.C. se advierte que no ha enjuiciado si las fórmulas de acatamiento usadas por los diputados en cuestión contravienen las normas parlamentarias, sino solamente si ello afectó al núcleo esencial del derecho de representación política de los demandantes de amparo, dado que los recurrentes alegaron que, al admitir como juramento o promesa esas otras expresiones, se había vulnerado el derecho a la representación política del artículo 23.2 de la Constitución. Centrado, pues, el debate en tal aspecto, la decisión mayoritaria del Constitucional fue que con la decisión de Meritxell Batet no se vulneró el derecho fundamental de los recurrentes.

Desde hace décadas el Alto Tribunal ha mantenido una doctrina (por ejemplo, en su sentencia 119/1990) por la que, para considerar cumplido el requisito de acatamiento de la Constitución, no bastaría sólo con emplear la fórmula ritual, sino hacerlo, además, sin acompañarla de cláusulas o expresiones que, de una u otra forma, varíen, limiten o condicionen su sentido propio, sea cual fuese la justificación invocada para ello. Sin embargo, sí ha permitido la adición de palabras que no desvirtúen el significado del juramento o promesa, como sucede con la coletilla «por imperativo legal».

En ese sentido, resultan célebres las manifestaciones del Magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo expresadas en una de las sesiones del juicio que terminó condenando por sedición a varios diputados y cargos públicos en relación a los hechos ocurridos el 1 de octubre de 2017 en Cataluña. Durante uno de los interrogatorios, una testigo dijo que respondería “por imperativo legal”, a lo que el Presidente de la Sala manifestó: «Usted está sentada ahí por imperativo legal, ha respondido a las preguntas de su letrado por imperativo legal, ha respondido a las preguntas del Ministerio Fiscal por imperativo legal… Y ahora tiene el imperativo legal de responder a la circular… Todo lo que ha pasado esta mañana es por imperativo legal».

Evidentemente, numerosas conductas de los ciudadanos se cumplen porque lo impone la ley. Pagamos impuestos por exigencia de las normas, de la misma manera que acatamos el Código de la Circulación o cualquier otra regla de convivencia regulada en la normativa vigente y válidamente aprobada. Por lo tanto, se trata de un añadido superfluo y absurdo. El artículo 9 de nuestra Carta Magna ya establece que la ciudadanía y los Poderes Públicos se hallan sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico.

No obstante, esta sentencia del T.C. cuenta con los votos discrepantes de cuatro de sus miembros. Ricardo Enríquez Sancho, César Tolosa Tribiño, Enrique Arnaldo Alcubilla y Concepción Espejel Jorquera defienden que el recurso debió ser estimado y que el Tribunal tendría que haber declarado vulnerado el derecho de los recurrentes en cuanto a los juramentos prestados que, o bien eran ininteligibles o introducían adiciones que los desnaturalizaban y vaciaban de sentido, al incluir reservas o condicionamientos irreconciliables con la exigencia de acatamiento de la Constitución. En realidad, estos disidentes de la postura mayoritaria consideran que el Constitucional evitó pronunciarse sobre la verdadera cuestión de fondo, perdiendo una gran oportunidad para zanjar el debate sobre esta polémica.

Imponer un requisito como este para acceder a la condición de diputado o senador no vulnera el derecho fundamental del candidato al acceso y ejercicio del cargo público, pues tal derecho «no comprende el de participar en los asuntos públicos por medio de representantes que no acaten formalmente la Constitución» (sentencia 101/1983, de 18 de noviembre, del Tribunal Constitucional). El acto de juramento o promesa es individual y, como dice el Supremo, no puede entenderse cumplido de manera implícita por el acceso a un cargo o a un empleo público, ni tampoco puede entenderse cumplimentado de forma tácita en otros deberes, como el de «actuar en el ejercicio de sus funciones».

Ahora bien, el propio Tribunal Constitucional ha establecido en reiteradas sentencias que esta manifestación de quienes quieren optar a un cargo público no debe interpretarse como una adhesión ideológica al texto constitucional, ni tampoco como una conformidad total a su contenido. Nuestra Constitución, como norma de cabecera de un Estado democrático plural, respeta las ideologías que defienden su modificación por los cauces procedimentales previstos. Dicho de otro modo, los candidatos y candidatas se comprometen a respetar el ordenamiento jurídico, aunque puedan defender su reforma y su discurso difiera de las reglas vigentes en cada momento.

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