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Fraudes parlamentarios

Una de los grandes objetivos de las revoluciones liberales que dieron origen a los modelos constitucionalistas fue el de limitar el poder. La esencia de las Constituciones, además de proclamar y garantizar derechos fundamentales a la ciudadanía, reside en separar y controlar a los Poderes Públicos, siguiendo la premisa de que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Sin embargo, poco a poco los sólidos cimientos sobre los que se asienta nuestro modelo de convivencia y de libertades tienden a sufrir grietas y erosiones y, cada vez con mayor frecuencia, observamos conductas de pasividad y tolerancia que admiten, tanto la acumulación de poder, como el incumplimiento de las normas por parte las diferentes Administraciones y órganos políticos, a menudo intentando disfrazar lo que constituye una clara negación de la esencia del modelo constitucionalista con proclamas demagógicas o, lo que resulta aún más peligroso, con una interpretación de la legitimidad ganada en las urnas que implica una arbitraria potestad a la hora de aplicar o no dichas normas, aprobadas para regular y controlar a esos representantes electos.

En las últimas semanas hemos asistido a la constitución de los grupos parlamentarios en las Cortes Generales elegidas en las pasadas elecciones del 23 de julio. La importancia de tener un grupo parlamentario propio y no terminar mezclado y diluido en el denominado “Grupo Mixto” es económica y asimismo política. La magnitud del dinero que se recibe, unida a la posibilidad de presentar iniciativas parlamentarias, hace que a los partidos políticos les interese enormemente contar con ese grupo propio. Sin embargo, se trata de una cuestión prevista y reglamentada a través de normas jurídicas de aplicación e interpretación clara.

Conforme al Reglamento del Congreso de los Diputados, para formar un grupo en dicha Cámara se debe contar con, al menos, quince parlamentarios. Existe otra alternativa, consistente en tener, como mínimo, cinco diputados si han obtenido el quince por ciento de los votos en las circunscripciones en que hubieren presentado candidatura, o el cinco por ciento de los emitidos en el conjunto de la Nación. Se aclara además que, en ningún caso, pueden constituir un grupo parlamentario separado diputados que pertenezcan a un mismo partido ni que, al tiempo de las elecciones, pertenecieran a formaciones políticas que no se hubieran enfrentado ante el electorado. En el caso del Senado, cada grupo parlamentario debe estar compuesto por diez senadores al menos.

Ante los resultados de las últimas elecciones generales, en el Congreso de los Diputados cumplen los requisitos exigidos PP, PSOE, Vox, Sumar, EH Bildu y PNV. No lo hacen ERC, Junts per Catalunya, BNG, Coalición Canaria y UPN. Se trata de datos numéricos, de operaciones matemáticas y, por ello, de criterios objetivos sin margen para la apreciación o valoración.

Sin embargo, tanto en esta legislatura como en otras anteriores se produce el denominado “préstamo de diputados”, en virtud del cual unas formaciones “prestan” diputados a otras que no alcanzan el número mínimo exigido para formar grupo, posibilitando así su constitución. Acto seguido, abandonan ese grupo parlamentario sobrevenido y vuelven a adscribirse a su grupo político inicial.

Se trata de un ejemplo de manual del denominado “fraude de ley”, que básicamente consiste en utilizar una estratagema, en principio no prohibida, con el fin de saltarse una norma jurídica que no se desea cumplir o cuya aplicación se desea evitar. Con dicha norma en la mano, resulta evidente quién puede optar a formar un grupo parlamentario y quién no, pero con estos “préstamos temporales de diputados” las formaciones eluden la normativa caprichosamente, por motivos de estricta conveniencia política.

En esta ocasión, PSOE y Sumar han “prestado” varios escaños a ERC y Junts per Catalunya durante unos días, una práctica que no supone ninguna novedad. En anteriores legislaturas, tales “préstamos” se han efectuado tanto por el PSOE como por el PP, involucrando en la operativa a CiU, PNV, Coalición Canaria, UPN, PAR, UPyD, Foro Asturias o BNG.

El Tribunal Constitucional todavía no se ha pronunciado en sentencia sobre el fondo de este asunto. En 2007 dictó un Auto por el que inadmitió un recurso de amparo del PP contra la decisión de la Mesa del Congreso de conceder un grupo propio a ERC sin cumplir con los mínimos legales exigidos por el Reglamento, al considerar que no se justificaba una decisión de fondo del asunto con el argumento de que el acto recurrido no vulneraba ningún derecho fundamental de los recurrentes. Curiosamente, en el año 2002 sí dictó sentencia y analizó el fondo de la cuestión planteada, pero para avalar la denegación de la constitución de un grupo parlamentario al BNG, por no cumplir los requisitos contenidos en el Reglamento del Congreso.

En cualquier caso, mientras no se modifique o derogue, la aplicación o inaplicación de la norma no puede quedar al arbitrio de una decisión política, porque eso es tanto como negar el carácter de norma jurídica al Reglamento Parlamentario, o como afirmar que un órgano político puede decidir a su capricho si se aplica o no una reglamentación dictada precisamente para organizar y limitar a los Poderes Públicos.

Internet, libertad de expresión y responsabilidades

El Pleno del Tribunal Constitucional ha dado a conocer recientemente una sentencia cuyo ponente ha sido el magistrado y ex Ministro de Justicia Juan Carlos Campo Moreno, en la que se ha desestimado el recurso de amparo formulado por una entidad mercantil, responsable de una página web con enlaces a diferentes noticias y comentarios de los usuarios, que los visitaban en un dominio propiedad de la sociedad recurrente. El referido recurso se dirigía contra una sentencia dictada por la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo recurrida en casación, y otra de la Sección Primera de la Audiencia Provincial de Málaga, que condenaba a la demandante de amparo a pagar una indemnización de mil doscientos euros por no retirar de la página web, pese a haber sido requerida dos veces para ello, el comentario de un usuario anónimo, donde se calificaba como “hijo de puta” a un concejal que había realizado un gasto manifiestamente excesivo a través del teléfono suministrado por el Ayuntamiento.

La empresa recurrente alegaba que carecía de la condición de medio de comunicación y que actuaba como mero “agregador de contenidos”, por lo que no ejercía ningún tipo de control ni de supervisión de los enlaces, como tampoco de los comentarios que los usuarios decidían incorporar al sitio web de su propiedad.  Ante tal presupuesto, el Tribunal aprecia que existe un conflicto entre el derecho al honor de la persona que reclama la retirada del comentario del sitio web y la libertad de expresión del internauta anónimo (autor de dicho comentario). Ese conflicto termina afectando a la empresa propietaria del dominio web, conforme al artículo 16 de la Ley 34/2002, de 11 de julio, de Servicios de la Sociedad de la Información (LSSI), como intermediadora obligada a retirar contenidos ilícitos de los que tenga conocimiento efectivo.

En la sentencia, el TC considera que la libertad de expresión no puede amparar expresiones puramente vejatorias, ni siquiera en un contexto de crítica política, cuando resultan totalmente innecesarias, se amparan en el anonimato y se realizan en un medio con extraordinaria capacidad de difusión, como es Internet. Rechaza, por tanto, que las resoluciones impugnadas hayan vulnerado el derecho a libertad de expresión.

No obstante, la decisión del Pleno del Tribunal no fue unánime. Contó con el voto particular de la magistrada María Luisa Balaguer. En su postura, disidente de la mayoría de sus compañeros, consideró que la sentencia debería haber sido estimatoria de las pretensiones de la recurrente en amparo, apreciándose la vulneración de su derecho a la libertad de expresión atendiendo a que el afectado por el comentario era un cargo público, el cual debe soportar un nivel de crítica más elevado, por lo que la ponderación de los derechos en conflicto que realiza la sentencia, a juicio de la firmante del voto particular, no resulta conforme con la función institucional reconocida a las libertades de expresión e información que establece la jurisprudencia europea y el propio Tribunal Constitucional en una sociedad plural. Asimismo, el voto particular razona que la sentencia hubiera constituido una buena oportunidad para abordar la cuestión de la titularidad de las libertades comunicativas de las plataformas en Internet.

La previa sentencia del Supremo, que también condenó a la propietaria de la página de Internet, reconoció que resultaba indiscutible la relevancia pública y el interés general de los asuntos a que se refería la noticia publicada, porque hacían referencia a la política municipal, así como que el comentario se encuadraba en una crítica en relación con la gestión de los asuntos públicos.

En cuanto a los términos y conceptos usados para expresar esa crítica a la labor de gestión política, el Tribunal Supremo efectuó un repaso por otras sentencias sobre aspectos similares.

La sentencia 338/2018 consideró amparado por la libertad de expresión el uso del término «mercenario», por el ámbito de pugna política en el que se empleó, y la sentencia 620/2018, atendiendo al contexto de agrio enfrentamiento entre una agrupación de electores y el alcalde y dos concejales de un pequeño municipio, concluyó que los calificativos dirigidos por aquella a estos últimos mediante un escrito difundido en la localidad (tales como «fascistas» o «pequeño dictador», unidos a inequívocas imputaciones de irregularidades en la gestión) debían considerarse amparados por la libertad de expresión ya que, «por más duros que fuesen los términos empleados, se circunscribieron al ámbito de la gestión política, sin atacarles en su esfera privada y sin incitar al odio ni a la violencia contra ellos».

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos también ha abordado este asunto. En sus sentencias de 15 de marzo de 2011 (caso Otegui Mondragón contra España) y de 13 de marzo de 2018 (caso Stern Taulats y Roura Capellera contra España), el Tribunal Europeo asigna a la libertad de expresión en el debate sobre cuestiones de interés público una relevancia máxima, de tal forma que las excepciones a dicha libertad de expresión requieren de una interpretación restrictiva, constituyendo por ello su único límite que no se incite ni a la violencia ni al odio. Sin embargo, los Tribunales españoles tienden a establecer límites más estrictos, y el Tribunal Supremo ha concluido que, ni la condición de personaje público del destinatario de la crítica ni el interés general de la misma por razón de la materia tratada, amparan en la libertad de expresión manifestaciones inequívocamente vejatorias, como los meros insultos. A esta diferencia entre los límites a imponer en estos casos conforme a los Tribunales europeos o internos españoles es a la que se refería la magistrada discrepante.

Pero, al margen del problema sobre la libertad de expresión, se halla el asunto referido a la responsabilidad de los propietarios de las páginas de Internet que admiten comentarios de usuarios. La sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el caso DELFI AS contra el Estado de Estonia, imputa al titular de un portal de Internet la responsabilidad derivada de las opiniones vertidas por usuarios anónimos en la citada web. Posteriormente, en el asunto Sánchez contra Francia, el TEDH analiza el supuesto de un perfil público de un político en la red social Facebook que permitía comentarios de terceros. Los Tribunales franceses habían establecido la responsabilidad penal del titular del “muro” de FB, tras apreciar que se trataba de contenidos de incitación al odio frente a ciertos grupos de personas por su origen étnico o su adscripción religiosa. El TEDH avaló el criterio de los Tribunales franceses, exigiendo diligencias al titular de la página web en las que esos comentarios encontraron una vía para la difusión.

Jurar y prometer… o no

Hace escasas semanas se dio a conocer una sentencia del Tribunal Constitucional que resolvía un recurso de amparo presentado por algunos diputados del Partido Popular en el Congreso, contra el acuerdo de la Presidenta de la Cámara Baja adoptado en la sesión constitutiva de la XIII Legislatura, celebrada el 21 de mayo de 2019, y por la que se consideró debidamente prestado el juramento o promesa de acatamiento de la Constitución de veintinueve representantes electos que utilizaron en sus fórmulas diversas expresiones al “sí juro” o “sí prometo”. Así, algunos de ellos reinventaron el enunciado inicialmente previsto para cumplir con el trámite, añadiendo menciones a los «presos políticos», la «República catalana» o «vasca», a las denominadas “Trece Rosas”, al planeta o a la «España vaciada». En la deliberación del citado recurso se abstuvo el magistrado Juan Carlos Campo Moreno, antiguo Ministro de Justicia del Gobierno de Pedro Sánchez, debido a su relación personal con la Presidenta del Congreso, autora de la resolución recurrida.

De entrada, en el fallo del T.C. se advierte que no ha enjuiciado si las fórmulas de acatamiento usadas por los diputados en cuestión contravienen las normas parlamentarias, sino solamente si ello afectó al núcleo esencial del derecho de representación política de los demandantes de amparo, dado que los recurrentes alegaron que, al admitir como juramento o promesa esas otras expresiones, se había vulnerado el derecho a la representación política del artículo 23.2 de la Constitución. Centrado, pues, el debate en tal aspecto, la decisión mayoritaria del Constitucional fue que con la decisión de Meritxell Batet no se vulneró el derecho fundamental de los recurrentes.

Desde hace décadas el Alto Tribunal ha mantenido una doctrina (por ejemplo, en su sentencia 119/1990) por la que, para considerar cumplido el requisito de acatamiento de la Constitución, no bastaría sólo con emplear la fórmula ritual, sino hacerlo, además, sin acompañarla de cláusulas o expresiones que, de una u otra forma, varíen, limiten o condicionen su sentido propio, sea cual fuese la justificación invocada para ello. Sin embargo, sí ha permitido la adición de palabras que no desvirtúen el significado del juramento o promesa, como sucede con la coletilla «por imperativo legal».

En ese sentido, resultan célebres las manifestaciones del Magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo expresadas en una de las sesiones del juicio que terminó condenando por sedición a varios diputados y cargos públicos en relación a los hechos ocurridos el 1 de octubre de 2017 en Cataluña. Durante uno de los interrogatorios, una testigo dijo que respondería “por imperativo legal”, a lo que el Presidente de la Sala manifestó: «Usted está sentada ahí por imperativo legal, ha respondido a las preguntas de su letrado por imperativo legal, ha respondido a las preguntas del Ministerio Fiscal por imperativo legal… Y ahora tiene el imperativo legal de responder a la circular… Todo lo que ha pasado esta mañana es por imperativo legal».

Evidentemente, numerosas conductas de los ciudadanos se cumplen porque lo impone la ley. Pagamos impuestos por exigencia de las normas, de la misma manera que acatamos el Código de la Circulación o cualquier otra regla de convivencia regulada en la normativa vigente y válidamente aprobada. Por lo tanto, se trata de un añadido superfluo y absurdo. El artículo 9 de nuestra Carta Magna ya establece que la ciudadanía y los Poderes Públicos se hallan sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico.

No obstante, esta sentencia del T.C. cuenta con los votos discrepantes de cuatro de sus miembros. Ricardo Enríquez Sancho, César Tolosa Tribiño, Enrique Arnaldo Alcubilla y Concepción Espejel Jorquera defienden que el recurso debió ser estimado y que el Tribunal tendría que haber declarado vulnerado el derecho de los recurrentes en cuanto a los juramentos prestados que, o bien eran ininteligibles o introducían adiciones que los desnaturalizaban y vaciaban de sentido, al incluir reservas o condicionamientos irreconciliables con la exigencia de acatamiento de la Constitución. En realidad, estos disidentes de la postura mayoritaria consideran que el Constitucional evitó pronunciarse sobre la verdadera cuestión de fondo, perdiendo una gran oportunidad para zanjar el debate sobre esta polémica.

Imponer un requisito como este para acceder a la condición de diputado o senador no vulnera el derecho fundamental del candidato al acceso y ejercicio del cargo público, pues tal derecho «no comprende el de participar en los asuntos públicos por medio de representantes que no acaten formalmente la Constitución» (sentencia 101/1983, de 18 de noviembre, del Tribunal Constitucional). El acto de juramento o promesa es individual y, como dice el Supremo, no puede entenderse cumplido de manera implícita por el acceso a un cargo o a un empleo público, ni tampoco puede entenderse cumplimentado de forma tácita en otros deberes, como el de «actuar en el ejercicio de sus funciones».

Ahora bien, el propio Tribunal Constitucional ha establecido en reiteradas sentencias que esta manifestación de quienes quieren optar a un cargo público no debe interpretarse como una adhesión ideológica al texto constitucional, ni tampoco como una conformidad total a su contenido. Nuestra Constitución, como norma de cabecera de un Estado democrático plural, respeta las ideologías que defienden su modificación por los cauces procedimentales previstos. Dicho de otro modo, los candidatos y candidatas se comprometen a respetar el ordenamiento jurídico, aunque puedan defender su reforma y su discurso difiera de las reglas vigentes en cada momento.

La respuesta del Derecho al sentimiento de odio

El mundo del fútbol ha protagonizado estas últimas semanas las portadas de todos los medios de comunicación, al hilo de los lamentables incidentes ocurridos durante un partido disputado entre el Real Madrid y el Valencia C.F.. Fue tal el revuelo originado que la titular del Juzgado de Instrucción número 10 de la capital del Turia ha abierto un procedimiento judicial para investigar dichos acontecimientos, ante la posible comisión de un delito de odio. El odio, como tal, no es sancionable y, como cualquier otro sentimiento humano, no puede regularse a través de normas jurídicas. Por ley no cabe imponer el amor ni la simpatía, ni tampoco es posible prohibir el rechazo o la animadversión personal ni colectiva. Los sentires y pensamientos internos resultan inabarcables para el ámbito del Derecho.

Cuestión bien distinta se deriva de convertir dichos sentimientos en actos externos. En ese caso, la regulación jurídica sí cuenta con la posibilidad de penalizar los comportamientos en que se traducen. Mediante las leyes se regulan conductas que la mayoría de la sociedad considera reprochables y perseguibles y, en esa línea, desde hace varios años la respuesta jurídica a aquellas que reflejan odio hacia las personas y colectivos minoritarios o vulnerables revisten especial importancia. Así, conviene resaltar tres concretos aspectos sobre la citada cuestión:

1.- El odio como agravante en la comisión de delitos: A la hora de decidir la concreta pena a imponer, el artículo 22 de nuestro Código Penal considera una agravante que el delito castigado sea perpetrado por motivos racistas u otra clase de discriminación, referente a la ideología, religión o creencias de la víctima. Ello significa que, sea cual sea el delito cometido (lesiones, asesinato, injurias, etc..), si el motivo que llevó al delincuente a cometerlo fue la raza, el sexo, la edad y la orientación o identidad sexual de la víctima, el castigo debe ser mayor. Todo delito lleva aparejada una penalidad que ofrece al juez una horquilla, que va desde una pena mínima a una máxima. Al configurarse como agravante, se obliga al juzgador a escoger la pena más elevada.

2.- El odio como delito en sí mismo: El artículo 510 del Código penal castiga una amplia variedad de conductas vinculadas con las acciones ejecutadas por motivos de odio a un determinado colectivo. Entre ellas figuran:

  1. a) los que públicamente fomenten o inciten, directa o indirectamente, al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo o contra una persona determinada por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, su origen nacional, sexo, orientación sexual, aporofobia, enfermedad o discapacidad.
  2. b) los que produzcan y difundan escritos o cualquier otra clase de material que, por su contenido, sean idóneos para fomentar o incitar al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo o contra una persona determinada, por las mismas razones expresadas en el apartado anterior.
  3. c) los que lesionen la dignidad de las personas mediante acciones que entrañen humillación, menosprecio o descrédito de alguno de los grupos vulnerables señalados anteriormente, o de cualquier persona por idénticos motivos de los ya reseñados.

Las penas a imponer pueden ir desde los seis meses hasta los cuatro años de prisión, además de multa. Igualmente, está prevista la inhabilitación especial para profesión u oficio educativos en el ámbito docente o deportivo por un tiempo superior, entre tres y diez años al de la duración de la pena de privación de libertad impuesta en su caso en la sentencia. Por último, se faculta al juez o tribunal a acordar la destrucción, borrado o inutilización del soporte usado para la comisión del delito.

3.- El discurso del odio como límite a la libertad de expresión: La libertad de expresión, como cualquier derecho fundamental, tiene límites, siendo el más destacado el denominado “discurso del odio”, que se configura como las palabras pronunciadas en unos términos que supongan una incitación directa a la violencia contra determinadas razas, colectivos o creencias. Para poder diferenciar cuándo estamos ante discursos amparados por la libertad que debe exigirse en un Estado Social y Democrático de Derecho y cuándo, ante opciones que no están legitimadas, debemos dilucidar si tales palabras son expresión de una opción política o ideológica legítima que pudieran estimular el debate social o si, por el contrario, persiguen desencadenar un reflejo emocional de hostilidad incitando y promoviendo el odio y la intolerancia, incompatibles con el sistema de valores de la democracia.

Por otro lado, y al margen de la concreta respuesta que dé el Derecho a este tipo de actuaciones, existe el reproche social, vinculado a la consideración que para la sociedad posean estas conductas, y que pueden y deben generar una reacción de la ciudadanía ante comportamientos que se consideren ética o moralmente reprobables.

El voto como vía para ejercer el derecho a la participación política

Nuestra Democracia se fundamenta en la participación de la ciudadanía en la elección de los órganos asamblearios de representación política. La población (europea, nacional, autonómica, isleña o municipal) elige a la institución colegiada correspondiente (Parlamento Europeo, Congreso de los Diputados y Senado, Parlamento Autonómico y Plenos de las diferentes corporaciones locales). Esa elección se materializa a través del uso de una herramienta básica: el voto. Conviene repasar, pues, las características básicas del mismo, para obtener un mayor conocimiento sobre cómo ejercemos nuestro derecho a la participación política, consagrado en nuestra Constitución como derecho fundamental.

1.- No elegimos a los Ejecutivos ni a los cargos unipersonales de Gobierno: El ciudadano ha de ser consciente de que, en modo alguno, su voto sirve para la elección directa del Presidente del Gobierno de la Nación, ni del Jefe del Ejecutivo Autonómico, ni del Alcalde de su municipio. Nos basamos en un sistema parlamentario en el que el pueblo elige al órgano asambleario colegiado, siendo luego éste el que se encarga de designar al líder del órgano ejecutivo. Sí es cierto que, en el caso de Canarias, cuando se eligen a los Consejeros del órgano insular (Cabildo), se produce una designación automática del Presidente de dicha institución en el cabeza de lista de la candidatura que ha recibido más votos. Con esta única excepción, a los Presidentes del Gobierno y a los Alcaldes los designarán los miembros de los Plenos de los Parlamentos y del conjunto de concejales.

2.- Voto a una lista cerrada: En nuestro sistema, los partidos políticos o las coaliciones electorales confeccionan unas listas electorales, las cuales conforman una papeleta con una serie de nombres. El votante escoge la lista a la que votar, pero en modo alguno participa en la composición de esa lista ni, por ello, en quiénes terminarán ocupando los asientos en la institución a elegir. Es decir, formalmente se vota a una candidatura, a unas concretas siglas que se presentan a las elecciones, pero el pueblo, cuando ejerce su derecho al voto, debe aceptar el completo listado de nombres y apellidos que en ella aparece, sin que pueda dejar de otorgar su designación a uno o a alguno de los miembros de tal lista. La única excepción a esta regla es la designación de los miembros del Senado, donde el sistema de voto es completamente diferente, debiendo el elector marcar con una cruz unos nombres concretos, que pueden pertenecer incluso a partidos diferentes. El Senado es la única institución en la que el votante elige nominalmente a personas determinadas. En el resto de los casos, debe asumir la composición íntegra de una única candidatura confeccionada por el aparato del partido político o de la coalición electoral.

3.- Voto a una lista bloqueada: Por derivación de lo anterior, con la excepción ya apuntada del Senado, el votante no sólo debe asumir el listado de nombres y apellidos propuestos por el partido o la coalición electoral, sino también su orden. Es decir, no puede elegir quién encabeza esa lista de nombres ni alterar de ninguna forma la posición que ocupa cada uno de sus componentes.

4.- El voto en blanco: Además del voto a las diferentes candidaturas, existe otro tipo de voto válido, el voto en blanco, caracterizado por introducir en la urna el sobre vacío, sin ningún tipo de papeleta. Esa opción es legal y dicho voto se contabiliza y se tiene en cuenta a efectos de computar las barreras electorales que deben superarse para optar a un escaño o asiento en el órgano a elegir. No obstante, esos votos en blanco no se verán representados en la institución mediante puestos desocupados o vacíos. Todos los puestos a cubrir se repartirán entre las candidaturas que hayan superado las barreras electorales mínimas. El voto en blanco se debe diferenciar del voto nulo, el cual no se considera un voto válido ni computable a ningún efecto. Este implica que el votante ha introducido en el sobre algún tipo de papeleta diferente de las oficiales, o ha introducido varias, o las ha roto o alterado de alguna manera.

5.- La abstención se considera en nuestro país una manifestación más de la participación política: Sin embargo en algunos países, además de un derecho, es una obligación, existiendo diferentes tipos de sanciones en caso de no votar. Países como Bélgica, Argentina o Egipto, entre otros, mantienen este sistema de voto obligatorio. En España la abstención se considera una opción legítima, aunque sus elevados niveles en algunas elecciones han incrementado los discursos que defienden replantearse la obligatoriedad del voto, ya que la mayor o menor legitimidad de la elección democrática se pondera en función de si la participación en las elecciones ha sido amplia o escasa.

A mi juicio, la conclusión a extraer es que, pese a la extraordinaria importancia del voto como herramienta para la efectividad de la Democracia y su calidad, el ejercicio de este derecho fundamental resulta muy encorsetado y concede una escasa capacidad de elección al ciudadano. Los manuales académicos y los discursos políticos se encargan de resaltar esa extraordinaria importancia del voto para la pervivencia de nuestro modelo democrático, pero el mismo se limita por todos lados y se constriñe innecesariamente. Si verdaderamente se quiere incentivar la participación de la ciudadanía en las elecciones y luchar contra la apatía y la desafección de buena parte de la población ante los comicios, se debe restar poder a los partidos políticos para entregárselo a los ciudadanos.

Debemos tomarnos en serio la puesta en marcha de una reforma electoral que potencie la capacidad de decisión directa de la ciudadanía explorando la vía de las listas abiertas y desbloqueadas, donde la gente puede participar realmente en la composición de los Parlamentos y órganos de representación eligiendo con mayor libertad a los designados, sin imponer unos concretos nombres y un concreto orden en unas listas cerradas y bloqueadas. Igualmente, y dado que nuestro parlamentarismo languidece de la misma forma que se refuerza el poder de los órganos de Gobierno, tal vez sea ya el momento de plantearse una reforma profunda de nuestro sistema, para que la ciudadanía participe directamente en la elección de su Presidente o de su Alcalde, bien por la vía de una segunda vuelta electoral, bien por la implantación de otro tipo de elecciones al margen de las asamblearias.

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