Monthly Archives: diciembre 2021

A vueltas con la inviolabilidad del Rey Emérito

En las últimas semanas, diversas informaciones sobre las investigaciones de las Fiscalías suiza y española han vuelto a situar en la primera plana de la actualidad el tema de la inviolabilidad del Rey Emérito y, en general, de los mandatarios que ostentan tal condición. La pregunta que se plantean numerosos ciudadanos es si, con la actual regulación, el monarca podría cometer cualquier tipo de delito o incumplir impunemente cualquier norma sin que ningún tribunal pudiera actuar contra él. La figura de la “inviolabilidad” es una herencia histórica perpetuada hasta el día de hoy y que afecta no sólo a las Monarquías, sino también a las Repúblicas. Por ejemplo, el artículo 90 de la Constitución italiana comienza diciendo que “el Presidente de la República no será responsable de los actos realizados en ejercicio de sus funciones”. No obstante, a mi juicio, no cabe interpretar en modo alguno que dentro de un Estado Constitucional la inviolabilidad sirva para crear espacios de impunidad, ya que ello va en contra de la esencia misma del constitucionalismo.

La primera razón se basa en que la inviolabilidad sólo tiene sentido cuando se vincula con la figura del refrendo, es decir, con la asunción por otro cargo público de la responsabilidad de la que se exime al Jefe del Estado. Así, el monarca toma decisiones y realiza actos en el ejercicio de sus funciones, asumiendo las posibles consecuencias otro responsable político. En otras palabras, únicamente cuando hablamos de las competencias reservadas al titular de la Corona, y el Presidente del Gobierno, sus ministros o el Presidente del Congreso las refrendan, se puede hablar de inviolabilidad sin que el Estado de Derecho pierda de su esencia.

De ese modo fue interpretada la inviolabilidad por los británicos (uno de los pueblos históricamente más devotos de la institución monárquica) cuando, al verse en la tesitura de valorar los límites de la inmunidad de los Jefes de Estado, accedieron a la extradición del dictador Augusto Pinochet, concluyendo que la inviolabilidad sólo puede admitirse cuando se vincula a las funciones propias del cargo.  El Juez de la Cámara de los Lores, Lord Nicholls, dijo textualmente: “Nunca negaré la inviolabilidad de los Jefes de Estado por los delitos cometidos en el ejercicio de sus cargos, pero estimo que no es función de un Jefe de Estado torturar y hacer desaparecer personas”.

El 30 de noviembre de 2021, la Gran Sala del Tribunal de Justicia de la Unión Europea dictó una sentencia en este sentido, dado que afirmó, al analizar la supuesta inmunidad de los Gobernadores de los Bancos Centrales, que sólo pueden beneficiarse de la inmunidad de jurisdicción “respecto de los actos que hayan realizado con carácter oficial”. Así, a juicio de este tribunal europeo, cuando la autoridad responsable del procedimiento penal compruebe que es manifiesto que los actos controvertidos no han sido realizados con carácter oficial, puede proseguir el procedimiento sustanciado contra éste último, dado que la inmunidad de jurisdicción no resulta aplicable.

La segunda razón se explica en que no debemos perder de vista que España ha firmado algunos Tratados Internacionales que impiden considerar esa inviolabilidad como un argumento para no responder por crímenes o delitos cometidos. El Tratado de Roma, que establece la creación de la Corte Penal Internacional, refiere literalmente en su artículo 27 que “el presente Estatuto será aplicable por igual a todos sin distinción alguna basada en el cargo oficial. En particular, el cargo oficial de una persona, sea Jefe de Estado o de Gobierno, miembro de un Gobierno o de un Parlamento, representante elegido o funcionario de Gobierno, en ningún caso le eximirá de responsabilidad penal ni constituirá ʻper seʼ motivo para reducir la pena. Las inmunidades y las normas de procedimiento especiales que conlleve el cargo oficial de una persona, con arreglo al Derecho Interno o al Derecho Internacional, no obstarán para que la Corte ejerza su competencia sobre ella”.

Esta segunda razón nos permite, a su vez, reafirmarnos en la primera, ya que cuando España decidió ratificar el Estatuto de Roma y legitimar las actuaciones de la Corte Penal Internacional, se planteó la aparente incompatibilidad entre la inviolabilidad del Rey -proclamada en el artículo 56.3 de la Constitución Española- y el artículo 27 de dicha norma internacional. Para solventar el problema en cuestión, el Consejo de Estado emitió un dictamen en el que, de nuevo, vinculaba la irresponsabilidad con el refrendo. De ese modo, no existe vacío alguno ni riesgo de impunidad, habida cuenta que el Gobierno que refrenda termina asumiendo la responsabilidad de la que se descarga al Rey: «La irresponsabilidad personal de Monarca no se concibe sin su corolario esencial, esto es, la responsabilidad de quien refrenda y que, por ello, es el que incurriría en la eventual responsabilidad penal individual».

En un reciente reportaje publicado el seis de diciembre del año en curso en el periódico “El País” con motivo del aniversario de la Constitución, varios ex magistrados del Tribunal Constitucional se pronunciaron en este sentido. Adela Asúa manifestaba que, si bien la Constitución excluye de forma explícita la responsabilidad penal de las conductas eventualmente delictivas conectadas con el ejercicio de la Jefatura del Estado, sería incongruente con el conjunto de las normas constitucionales admitir la impunidad fuera de ese ámbito de desarrollo de funciones oficiales. Y Luis López Guerra también coincidía, defendiendo que la inviolabilidad debe entenderse como consecuencia de la irresponsabilidad de los actos políticos del Rey, sin ir más allá.

Aborto y constitucionalismo, una incómoda relación

El tema del aborto ha vuelto a las primeras páginas de los periódicos retomando el protagonismo a nivel judicial, tanto en Estados Unidos como en España. El país norteamericano se encuentra en vilo a la espera de una sentencia de su Tribunal Supremo, que debe decidir sobre la constitucionalidad de una ley del Estado de Mississippi prohibiendo el aborto después de la decimoquinta semana de gestación. Hasta ahora, esta cuestión se hallaba jurisprudencialmente decidida por la trascendental sentencia conocida como “Roe vs Wade” de 1973, sobre una ley de Texas que prohibía el aborto excepto para salvar la vida de la madre. El 22 de enero de dicho año la Corte Suprema resolvió el caso anulando dicha norma.

Aunque la Constitución Norteamericana no contempla el tema del aborto, los magistrados consideraron que en su seno se amparaba la decisión de una mujer de poner o no fin a su embarazo y dictaminaron que un Estado no puede restringirlo en absoluto durante el primer trimestre de gestación, aunque sí establecer limitaciones ante la viabilidad del feto, que se estableció a partir de la vigesimocuarta semana. Para llegar a tal conclusión, los letrados se basaron en la protección del derecho a la intimidad (privacy) de la mujer, recogido en la cláusula del “proceso debido” (due process) de la decimocuarta Enmienda a la Constitución de los EE.UU. Se considera un trasunto de la libertad civil que garantiza a todo ciudadano un reducto de inmunidad frente a la actuación de los Poderes Públicos.

Resulta pues curioso que desde varios sectores de nuestro país se califique de “retrógrada” esta ley del Estado de Mississippi que sólo permitiría la decisión libre del aborto dentro de las quince primeras semanas, habida cuenta que en España, con nuestra actual normativa, esa misma decisión libre se fija en las catorce primeras semanas. En concreto, la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, establece que podrá interrumpirse el embarazo dentro de las primeras catorce semanas de gestación a petición de la embarazada, siempre que concurran los requisitos siguientes: a) Que se haya informado a la mujer embarazada sobre los derechos, prestaciones y ayudas públicas de apoyo a la maternidad; y b) Que haya transcurrido un plazo de al menos tres días desde la información mencionada en el párrafo anterior y la realización de la intervención. De forma excepcional, podrá interrumpirse el embarazo dentro de las veintidós primeras semanas siempre que exista grave riesgo para la vida o la salud de la embarazada, o si existen graves anomalías en el feto.

La normativa española se recurrió ante nuestro Tribunal Constitucional en el año 2010, fecha de entrada en vigor de esta regulación, y más de once años después sigue sin resolver el recurso. La comparación resulta muy significativa. La ley del Estado de Mississippi que se juzga es de 2018 y, en apenas tres años, el proceso ha llegado hasta su Tribunal Supremo, esperándose ya una decisión en los próximos días. En España, la ley es de 2010 y, más de una década después, no existe sentencia ni se la espera. No hay duda de que se trata de un tema espinoso, complejo y delicado, pero la pasividad de nuestro TC o su incapacidad para sacar adelante tal decisión supone una anomalía constitucional que debería avergonzar a tan importante órgano. Recientemente se publicó una entrevista a Andrés Ollero, ex magistrado del citado Tribunal, pero en su momento designado como ponente para redactar esa resolución que todavía no ha visto la luz. En ella intentaba justificar la tardanza por la división existente entre los miembros y por la falta de consenso para ser aprobada por una amplia mayoría. Yo, personalmente, no las considero razones que justifiquen un retraso de semejante magnitud.

Con independencia del conflicto y la incomodidad que generan el aborto y su constitucionalidad, y más allá de los posicionamientos religiosos o morales que conllevan, se debe dar al asunto una respuesta jurídica. Cuestiones como cuándo un concebido posee la consideración de persona con derechos, o cómo han ponderarse los derechos de la gestante y la protección del feto, no hallan contestaciones claras en nuestras normas, derivando de la interpretación de conceptos indeterminados.

Tenemos que remontarnos a la sentencia 53/1985 para encontrar algunas respuestas. Nuestro Tribunal afirmó entonces que la vida humana es un devenir, un proceso que comienza con la gestación, en el curso de la cual una realidad biológica va tomando corpórea y sensitivamente configuración humana; que la gestación ha generado un “tertium” existencialmente distinto de la madre, aunque alojado en el seno de ésta; y que, dentro de los cambios cualitativos en el desarrollo del proceso vital y partiendo del supuesto de que la vida es una realidad desde el inicio de la gestación, tiene particular relevancia el nacimiento, ya que significa el paso de la vida albergada en el seno materno a la vida albergada en la sociedad. A partir de ahí se llega a la siguiente conclusión: no puede afirmarse que el “nasciturus” sea titular del derecho a la vida pero, en todo caso, sí es un bien jurídico que merece protección constitucional, por lo que habrá que ponderar los derechos en conflicto ante una regulación legal del aborto.

De la misma manera que el Tribunal Supremo de los EE.UU. afronta el reto de revisar su posicionamiento con relación a esta cuestión, nuestro Tribunal Constitucional no puede, en modo alguno, seguir escondiéndose y relegando sus funciones.

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